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Columna
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Hormigas

Si a Hitler no le hubieran suspendido su examen de ingreso en la Academia de Bellas Artes de Viena y en lugar de un artista fracasado hubiese sido un pintor de éxito probablemente no se habría producido la Segunda Guerra Mundial. En la tragedia griega el destino humano es un juego de dados que practican unos dioses ebrios. Los hombres no eran sino hormigas perplejas a merced de una fuerza misteriosa e insuperable. Pienso que no hay necesidad de interrogar al oráculo para saber a qué se deben las mayores desgracias de la humanidad, puesto que son algunas hormigas neuróticas las que alteran el sueño de los dioses. El destino es el carácter. Basta con que un político, un juez, un obispo o un militar sea un tipo vanidoso, frustrado, ambicioso, desconfiado, rencoroso, frívolo o simplemente estúpido para que estas pasiones vulgares en una partida de taberna, desorbitadas por el poder, lleven a una sociedad al cataclismo. Si vivimos en una economía de guerra es lógico pensar que la guerra es inevitable. La producción de armamentos cada vez más devastadores constituye el motor del desarrollo industrial norteamericano y la fuente de su hegemonía planetaria. Cuando los armarios ya están llenos, los propios misiles crean un enemigo. Pronto empezarán a llover sobre Irak. Ésta sería una pasión inexorable contra la que los hombres nada pueden hacer. No obstante, existe la duda de si en esta tragedia interviene más la fuerza del destino o el carácter violento, la inteligencia limitada, el orgullo vaquero de una simple hormiga como Bush. Por otra parte, ¿tendrá alguna relación el vientre impúdico de Sharon con la desgracia de los palestinos? Si en España el problema vasco dura ya casi dos siglos y las voces del coro dan vueltas de forma rítmica al escenario sin hallar remedio, se puede creer que esa pasión no tiene otra salida que la de seguir dando vueltas, según Esquilo, ya que sólo los dioses gobiernan la tragedia. Pero no es seguro que la suerte del País Vasco no dependa más de la dureza de mollera, del mal vino, de la vanidad, del empecinamiento de unas hormigas que se mueven en torno a este problema. Con mucha sabiduría, en el siglo XIX los políticos se dividían en moderados y exaltados. Entonces estaba claro que el destino de una sociedad dependía del carácter de sus gobernantes. Después de todo, un político, un juez, un obispo o un militar traslada al ejercicio del cargo las mismas pasiones que utiliza para jugar al tute o a la garrafina.

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