Heredero de los griegos
Este ha sido el año que ha consagrado a Luis Cernuda como clásico en el sentido más amplio, como poeta aceptado por toda una sociedad, con las implicaciones estéticas, morales y educativas que tiene una escritura considerada ya ejemplar para todos los ciudadanos. Sin duda, su singular entronque con la tradición grecolatina ha contribuido a esa clasicidad contemporánea. Como un brote temprano surge en él la herencia griega, vinculada a los clásicos españoles, pero con una diferencia insoslayable. Égloga, elegía, oda permitió a Salinas hablar del clasicismo de Cernuda. Nadie discute su comparación con Garcilaso, fray Luis o san Juan de la Cruz: por la soledad, la serenidad o el infinito deseo amoroso. Lo que le daba una humanidad plena, más acorde con los antiguos, es que pasa, tempranamente, la prueba del cuerpo en estado puro, que es la prueba del eros, dos pruebas que han sido casi siempre insuperables para las letras hispanas. No me refiero al amor (terreno en el que nuestra literatura es inigualable) ni al sexo, sino al eros, que en griego se decía deseo. Ésa es la aportación helénica que hace Cernuda de manera absoluta y sustantiva: resumirse en la palabra deseo, nombrarse como eros y contraponerse así a la realidad del mundo. 'Vivo, bello y divino / un joven dios avanza sonriendo', canta el poeta inaugural, con una fuerza serena que desequilibra nuestra monótona literatura. Años después anotará: 'Cambian las modas literarias, pero la poesía de Garcilaso, como la de Teócrito, como la de Virgilio, aparece hoy tan fresca y tan bella como ayer, como acaso ha de parecer siempre'.
En el fondo, lo que hizo fue desviarse de una tradición -la española- que le resultaba insatisfactoria por incompleta
El amor entre hombres no era lo que más le interesaba de Grecia. Lo primordial para Cernuda es la relación del poeta con la naturaleza
La conexión general con las literaturas antiguas va a ser casi siempre a través de los clásicos modernos: de los nuestros primero, y después, según su propia biografía, de los ingleses, de Hölderlin o de Gide, que constituyen distintos modos de declinar lo griego y lo romano. Al estudiar a los poetas ingleses buscó lo que éstos habían elaborado a partir de su propio oficio, apartándose 'de las poéticas clásicas o clasicistas que son bien conocidas en España'. En el fondo, lo que hizo fue desviarse de una tradición -la española- que le resultaba insatisfactoria por incompleta: 'No puedo menos de deplorar que Grecia nunca tocara el corazón de la mente española, los más remotos e ignorantes en Europa de 'la gloria que fue Grecia'. Bien se echa de ver en nuestra vida, nuestra historia, nuestra literatura'. En otro momento renegará de una historia, no sólo literaria, dedicada durante siglos 'a acotar el amor'. En Shakespeare, en Milton, en Swinburne -hasta en el paradójico Blake-, encontró una relación mayor y mejor con los antiguos. Nunca olvidó su formación cristiana, más bien la incrementó. Transmutado en poeta inglés, leía todas las noches la Biblia del Rey Jacobo y se sentía orgulloso de haber incorporado a su poesía el aliento de aquellos versículos. Al tiempo, paradójico también él, desanduvo la historia de la literatura hasta alcanzar una paganidad que era la de su corazón. Ese rayo de antigua luz pagana ilumina A un muchacho andaluz, El joven marino, Urania o David-Apolo de Miguel-Ángel, y vierte su plenitud en Poemas para un cuerpo.
Si alguien piensa que el amor
entre hombres era el aspecto de Grecia que más le interesaba, se equivoca. Lo primordial para él es la relación del poeta con la naturaleza. En el momento en que se retrata como refractario a la metrópoli y afecto al campo es cuando apunta 'Teócrito y Virgilio siempre fueron para mí poetas predilectos'. En cambio será muy crítico con la lectura homosexual militante que su admirado André Gide realiza del Corydon virgiliano. El otro aspecto que le atrae desde niño es el de una religión mitológica, vinculada con la filosofía en la promesa de una perduración dulce por inconcreta. Lo cuenta en 'El poeta y los mitos', texto de Ocnos que, por sus críticas al 'sufrimiento divinizado' de la religión propia, hubo de conocer censuras editoriales. En su madurez consideró extremadamente reveladora la lectura -en alemán y en inglés- de Los fragmentos de los presocráticos, de Diels: los de Heráclito le parecieron 'lo más profundo y poético que encontrara en la filosofía'. Griego, romano, en última instancia es el uso general de la mitología como literatura al servicio del poeta. Sería fácil verlo en los propios mitos clásicos que tan a menudo asoman en los poemas de Cernuda, pero creo que es más interesante ver cómo convierte en mitología literaria los elementos de la religión cristiana que le son necesarios para decir su verdad: el arcángel personal, convertido en sinónimo del demonio socrático. En sus versos, Lázaro o los tres Reyes Magos son mitos humanísimos.
Sin embargo, sería injusto reducirlo a una paganidad feliz. 'Apenas si conozco nada de Grecia', se lamentaba. Quizá por falta del conocimiento directo de los textos, le faltó una comprensión íntegra del eros griego. Cuando se queja de que la edad le impide amar a los jóvenes ('mano de viejo mancha / el cuerpo juvenil', 'mi situación de viejo enamorado conllevaba algún ridículo') deja de ser un griego, así de claro. Píndaro, Sócrates, su admirado Teócrito, son altos emblemas de cómo vivieron los griegos ese asunto, motor de su cultura. La 'armonía espiritual y corpórea' que tanto valoraba en Grecia no siempre se transmite en su poesía. Títulos como Remordimiento en traje de noche, Los placeres prohibidos o Si el hombre pudiera decir lo que ama son síntomas de la represión que su época consiguió imponerle. Con ingredientes clásicos acabó construyendo un yo romántico, lo que no deja de remitirlo a coordenadas cristianas. La elegía pesa más que la oda. De manera laica y contemporánea, se erige en aquello que más detestó siempre: 'El sufrimiento divinizado' (la alta poesía es una forma de divinización cultural). Su desolación última resume un proyecto doliente que lo aboca -en esto otra vez griego- a la tragedia como aceptación de un destino amarguísimo. Que los poderes políticos y mediáticos que ahora lo han convertido en un clásico sean consecuentes -hasta la educación, hasta la política, no sólo en las cáscaras huecas de lo que muchas veces se llama cultura- con todo lo que eso significa.
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