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Columna
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Caspa e incienso

Vistos los efluvios de caspa e incienso que nos envuelven, cualquiera diría que la defensa del laicismo es en Andalucía una extravagancia, un tic tan extemporáneo como la quema de conventos o la dictadura del proletariado. Pero conviene recordar que gracias al laicismo, que sacó a las religiones del debate político, ha sido posible la concordia en las sociedades que hoy son las más avanzadas del mundo. Es bueno recordarlo en estos tiempos en los que rebrotan con fuerza el casticismo y las diferencias identitarias que están en el origen de los dramas europeos de la primera mitad del siglo XX. Quizá no sea nada inocente este culto a las diferencias que subraya lo que nos separa de los otros -los inmigrantes, los maketos...- en lugar de acentuar, como sería razonable, nuestros puntos de coincidencia.

Es decididamente perverso que después de veinte años de gobierno del PSOE la caspa casticista y clerical haya alcanzado en nuestra tierra unos niveles que superan los conseguidos durante la dictadura de Primo de Rivera o el franquismo, gracias, en buena parte a nuestra televisión pública, la misma que se jacta de sus éxitos de audiencia de este verano sin tener en cuenta que los ha alcanzado gracias a una programación abyecta. Que haya más andaluces que optaran por la basura audiovisual no es motivo de alegría. Celebrarlo es tan inoportuno como si los responsables del SAS se vanagloriaran de haber alcanzado un récord en la dispensa de antidiarreicos. Pero no culpemos a los directivos de Canal Sur, que sólo hacen lo que les mandan. Detrás de esta apoteosis de la caspa y el incienso hay unas autoridades que o bien gozan con este fenómeno o, simplemente, lo utilizan para permanecer en el poder.

Nos fuimos de vacaciones viendo cómo Manuel Chaves inauguraba una tradición dando el primer golpe de gubia al Cristo de las Aguas y volvemos siendo testigos de cómo -en un mano a mano con el arzobispo- el presidente del PSOE y de la Junta apadrina la coronación de la Virgen del Cerro de Sevilla, acompañado -durante una ceremonia de más de tres horas- por la consejera de Justicia, el presidente de la Diputación sevillana y el alcalde Monteseirín, que no suele tener tiempo para dar la cara ante los problemas de su ciudad pero le sobra para asistir a procesiones. Qué injusta es la vida: por muchísimo menos su homólogo madrileño, José María Álvarez del Manzano, se ganó una terrible fama de meapilas.

Hay razones estéticas para oponerse a este tipo de espectáculos. Ya tuvimos bastante con 40 años de nacional-catolicismo: estaban de más estos 20 años de prórroga. Pero más peso que las razones estéticas tienen las razones de oportunidad histórica. En un momento en el que el fenómeno de la inmigración se ve como problema, conviene no acentuar más las peculiaridades que nos diferencian de los recién llegados. Más nos valdría subrayar lo contrario, lo que nos une: las ganas de progresar, por ejemplo.

Tampoco conviene olvidar que los valores tradicionales no son compatibles con los procesos de modernización. La experiencia nos demuestra que sólo son capaces de modernizarse las sociedades laicas. No se puede poner una vela a Manuel Castells y otra a la Virgen del Cerro.

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