La belleza perfecta
Ahora que se inaugura en Santiago de Chile, en la casa que él había bautizado como La Chascona, nombre alusivo a Matilde Urrutia, la biblioteca de Pablo Neruda, me digo que su relación con los libros fue siempre, además de apasionada, contradictoria. En muchos de sus textos en verso y en prosa el adjetivo 'libresco' tenía una intención claramente desdeñosa, peyorativa. En una célebre carta enviada en su juventud desde un consulado del Extremo Oriente a su amigo argentino Héctor Eandi le dice que no le interesa Jorge Luis Borges, que le parece una persona demasiado preocupada 'de los libros y de la sociedad', y que él mismo, en cambio, es un hombre atento a la naturaleza, a los grandes vinos, al amor como consuelo 'de la inevitable soledad'. En uno de sus poemas sobre la batalla de Stalingrado escritos en México habla del 'frenético libresco', un personaje adobado 'de tinta y de tintero' y que 'desencuaderna su dolor notorio' frente a este canto de amor. Me he preguntado muchas veces si este personaje pervertido por un supuesto intelectualismo no sería Octavio Paz, a quien Neruda había conocido en París y en Valencia en 1937 y de quien se había distanciado muy poco después por razones políticas. Por su lado, Federico García Lorca había presentado a Pablo Neruda como un poeta 'más cerca de la sangre que de la tinta', lo cual equivale a decir: más cerca de la vida que de los libros. Una vez, allá por los años cincuenta, hablé con Neruda del gran trabajo de Amado Alonso sobre su obra, que lleva por subtítulo Interpretación de una poesía hermética, y él me aseguró que no lo había leído y que no tenía la menor intención de leerlo. Recuerdo como si las escuchara hoy sus palabras textuales, que en aquellos días me asombraron: 'No me gustan los libros sobre libros. Me gustan los libros que son como grandes bisteques'. Repetí la frase muchas veces y me reí con ganas. Pero comprendí que en la actitud del poeta había una complejidad, algo que lo comprometía a fondo. Los libros eran extensiones, prolongaciones de la naturaleza, o no eran. Los libros librescos, los libros sobre libros, no encontraban espacio en la biblioteca ideal de Neruda. De aquí la importancia de las obras sobre ciencias naturales en la biblioteca de la casa de Los Guindos, que conocí a fines del año 1952 y que el poeta donó al año subsiguiente a la Universidad de Chile. Las ediciones de Bufón, maravillosamente ilustradas, con grandes láminas de plantas, de peces, de pájaros, coexistían con los relatos de viajes y con textos clásicos sobre el mar. Además, la extraordinaria colección de caracolas marinas estaba colocada dentro de la biblioteca, como si los grandes objetos de la naturaleza también fueran libros abiertos, como si las estrías, las curvas, los colores marfileños de las caracolas pudieran 'leerse', idea propia del romanticismo europeo y que Neruda, poeta de las vanguardias pero heredero directo de la revolución romántica, asimilaba a conciencia. Había en ese espacio, construido con maderas del bosque chileno y que parecía evocar el sur boscoso y lluvioso, aparte de los libros y caracolas, fotografías de poetas, y los fotografiados, cuando ingresé por primera vez a la biblioteca de Los Guindos, eran Walt Whitman, con su cara de campesino grandote; Edgar Allan Poe, el gran maldito americano, y Charles Baudelaire, el maldito de Europa, el enfermo de las ciudades, alguien que había escrito, sin embargo: 'Homme libre, toujours tu chériras la mer...' ('Hombre libre, siempre amarás el mar...').
Desdeñaba lo libresco, en buenas cuentas, y perseguía con paradójica pasión los libros, los grandes libros de este mundo. Porque Neruda siempre amó la tipografía, los papeles de calidad, las artes de la imprenta, las encuadernaciones lujosas. Fue un poeta bibliófilo, coleccionista, y en muchas ocasiones llegó a ser 'imprentero', como definió a uno de sus mejores amigos españoles, el poeta Manolo Altolaguirre. Me tocó verlo recoger con inagotable paciencia ilustraciones de viejas ediciones de Julio Verne o de Los trabajadores del mar, la novela marítima de Victor Hugo, cuando preparaba en Isla Negra el diseño definitivo de Estravagario. Estravagario fue un libro de cambio estético, de inflexión en su línea de escritura, de rescate de elementos de sus versos de juventud -poesía de los mares, de los muelles de Puerto Saavedra, del 'fantasma del buque de carga'-, y el poeta trabajó para su salida sin omitir detalle. Después se sintió desencantado con las primeras reacciones del público, sobre todo de su público, pero esto ya es otro tema y nos llevaría en otras direcciones.
'La gente', me dijo Neruda en una ocasión, 'cree que compro libros porque tengo dinero. Pero yo ya era bibliófilo y coleccionista de libros a los diecinueve años de edad, cuando mi padre trabajaba de obrero de los ferrocarriles y ninguno de nosotros tenía un centavo'. La gente, desde luego, hace cálculos prácticos y piensa a partir de lugares comunes, pero el mecanismo mental de los poetas auténticos es de otra naturaleza. Neruda encontraba una joya bibliográfica y llegaba a la rápida conclusión de que no podía vivir sin ella. Su reacción iba por esos caminos. Eran amores a primera vista. A partir de ahí se organizaban las cosas para llegar a poseer el objeto amado, vale decir, para colocarlo en los anaqueles de la biblioteca, al alcance de la lectura e incluso de la vista. Lo frecuente, por ejemplo, era que el poeta en sus correrías dejara un pequeño depósito en dinero para reservar la pieza de colección. Después, cada vez que recibía un premio, unos derechos de autor, lo que fuera, corría a recoger los libros o los objetos que había reservado.
En París lo acompañé más de una vez en sus excursiones en busca de ejemplares raros. Íbamos con frecuencia a una tienda estrecha, oscura y profunda, de la rue des Saints-Pères, la del señor Lohlé. Tuve la ingenuidad de preguntarle un día a monsieur Lohlé por Lokis, un relato de Próspero Merimée que transcurre en el noreste de Europa y que recoge las tradiciones populares del hombre lobo. Me dijo que lo había tenido hacía poco, pero que lo había vendido. Le pedí entonces que me avisara si llegaba otro ejemplar.
'¡Ah!', exclamó monsieur Lohlé, '¡es que yo hablaba del manuscrito!'.
En estas expediciones el poeta encontró muchas cosas, y muchas, un poco más tarde, en las circunstancias del regreso de sus pertenencias a Chile y del golpe de Estado, se perdieron. Me acuerdo de la edición original de La educación sentimental, dedicada por Gustave Flaubert a su colega y amiga George Sand, ejemplar conmovedor, único, histórico y que no he vuelto a ver nunca. A diferencia del poeta, no colecciono nada, hasta el punto de que alguien me preguntó una vez, al entrar a mi casa de Santiago, si me consideraba un cultivador del minimal art, pero en aquellas excursiones solía conseguir algún libro raro, sobre todo cuando el poeta miraba para otra parte. En una estantería del Mercado de las Pulgas, frente a mis propias narices, me topé una mañana de domingo con la edición original en dos volúmenes de las Promenades dans Rome, de Stendhal, que aparecía en la contratapa como 'el señor de Stendhal'. Valía 500 francos de entonces, unos 150 dólares al cambio de esos días, y me di el lujo de comprarla, gesto que Neruda celebró con entusiasmo, como si adivinara que empezaba a ingresar a su cofradía. Abro el primer tomo ahora y descubro que había sido impreso en París, en 1829, por un tal Delaunay, 'librero de Su Alteza Real la señora Duquesa de Orleans'. No conozco el probable parentesco de esta duquesa con Felipe Igualdad y con el rey Luis Felipe, todos pertenecientes a la casa de Orleans, y no estoy en condiciones de averiguarlo en este momento. Me había olvidado, por otra parte, del epígrafe de Shakespeare inscrito debajo del título:
'Amigo mío', dice Escalus, 'usted me da la impresión de ser un poco misántropo y envidioso'. Y contesta Mercutio: 'Es que he visto demasiado temprano la belleza perfecta'.
Me pregunto ahora si el poeta no había visto la belleza perfecta en los bosques nativos y en los mares de su infancia y si no había quedado herido para siempre por la experiencia. Algunos pasajes de Memorial de Isla Negra, su autobiografía en verso, y sobre todo los que tocan el tema del 'niño perdido', parecen sugerir algo de esto. Los libros, en este caso, eran prolongaciones de la naturaleza y en alguna medida sucedáneos, formas de consuelo inevitablemente limitadas. Neruda también me dijo una vez que uno de sus placeres superiores, incomparables, era el de leer las grandes obras de la literatura en la edición original. Después de ganar el Premio Nobel adquirió uno de los folios originales de Shakespeare, precisamente, que le acababa de ofrecer por correo un librero de California. ¡Lo más cercano de la belleza perfecta en forma de libro! Tenía tendencia a leer en voz alta poesía en español, inglés o francés y era capaz de repetir de memoria poemas bastante poco conocidos: por ejemplo, maravillosos sonetos de amor de Juan de Tarsis y Peralta, conde de Villamediana. Además, dominaba un rico repertorio de poemas cómicos o de circunstancias, como las rimas esdrújulas de Osnofla ('La creía pura y cándida / y ha resultado una bándida...') o El Cagatorio, panfleto antialessandrista de un poeta de apellido Tupper que se había inspirado en El Purgatorio del Dante.
Aparte de poesía, Neruda leía novelas policiales, memorias, biografías, correspondencias. Era un fanático aficionado a Raymond Chandler, Chester Himes, Simenon, entre otros maestros del género. Casi nunca leía novelas no policiales y casi siempre se encontraba asediado por novelistas ansiosos. Cuando regresó a Chile, enfermo, a fines de 1972, descubrí que su última lectura en París había sido Son of Oscar Wilde, un texto en que el hijo de Wilde contaba la tragedia de la familia en la Inglaterra victoriana después del proceso por homosexualidad y la detención de su padre en la cárcel de Reading. Pude comprobar que esa lectura, relacionada con un escritor tan diferente de él, lo había conmovido en forma profunda. Para mí fue una lección interesante, tardía, casi póstuma: un gran gesto de libertad rescatada.
Jorge Edwards es escritor chileno.
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