El ejemplo
Les aseguro que no tenía interés alguno en destapar un nuevo episodio de mi infancia, pero la actualidad me obliga a echar mano de un evento que me marcó sensiblemente. Les cuento. El suceso al que aludo se repetía cada vez que mi hermana mayor y yo nos enzarzábamos en una discusión que derivaba en improperios, algún contacto físico y llantos por ambas partes. Mi madre aparecía entonces en el cuarto, afilaba la mirada y, tras secarse las manos con el faldón del delantal, se venía hacia mí y me propinaba los cachetes reglamentarios, unos cuantos azotes en la retaguardia y la severa advertencia de rigor. Oír sus pasos o verla aparecer en plena batahola era la señal insalvable de todo lo que se me avecinaba. Pero aquello era injusto, pese a que resultara altamente eficaz y las diferencias entre mi hermana y yo se zanjaran al instante.
Tuvieron que pasar muchos años para que, en un arranque de nostalgia y gallardía, interrogara a mi madre sobre aquel particular. Por qué rocambolesca razón era yo siempre el objeto del castigo, o qué motivos otorgaban a mi hermana aquella estúpida impunidad. Su respuesta, después de escudriñar unos segundos en los trastos de la memoria, fue sumamente sutil: obrando de ese modo podía o no equivocarse, pero, en cualquier caso, el resultado siempre era positivo: de ser yo el provocador de la pelea, los azotes y la reprimenda estarían bien empleados; en el caso contrario, la conciencia de mi hermana sufriría tal expoliación que la dejaría sin dormir varias noches bajo el peso de la culpa y mi ejemplar castigo.
Sigo sin entender las medidas disuasorias de mi madre, pero hace unos días, cuando el preclaro cerebro de George W. Bush anunció al mundo su propósito de bombardear Irak y armar una solemne zapatiesta, me acordé de aquello. Si entre los objetivos a batir se destruye, casualmente, un artefacto nuclear, la hazaña se dará por buena. Si no es así, la medida habrá sido igualmente eficaz, pues los no simpatizantes del imperio tomarán buena nota del castigo, pondrán sus barbas a remojo y no dormirán en paz el resto de sus días. ¿Entienden ya el ejemplo?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.