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Columna
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Libreros

El oficio de librero otorga pocas satisfacciones en los tiempos que corren. Se trata de una de esas profesiones románticas que uno abraza con convicción y poco conocimiento del terreno y que en los momentos de dificultades sólo sostienen el tesón, un vago idealismo y la espera de vientos más benignos: como con los marinos, los cazadores de unicornios y las violonchelistas, la realidad a veces es severa con los vendedores de libros. El mundo parece no guardar lugar para estas criaturas pacientes, que viven encovadas en el fondo de zaguanes con estanterías y consumen una seca juventud revisando catálogos. Se diría que un embrujo les ha apartado del resto de los mortales y les ha obligado a convivir con esos otros seres, más callados y más pacientes, que a pesar de sus silencios guardan más secretos por contar que ninguna boca hecha de carne. Con el tiempo, supongo que los libreros deben de volverse opacos, recelosos del contacto humano, que huirán de las personas para refugiarse en los volúmenes de los sótanos de sus tiendas, esos ejemplares encuadernados en tafetán y terciopelo que ya jamás se resignarán a perder en manos de ningún cliente. ¿Qué alegría les queda a estos personajes de cuento de hadas? Tanta literatura ha terminado por contagiárseles como un resfriado desde los anaqueles y también pensamos en ellos como protagonistas de novela, polvorientos, irreales, fantasmagóricos, dispuestos a distraer u horrorizar con su presencia en una página una tediosa tarde de otoño. Los cines y las consolas de videojuegos les acosan por todas partes, su hábitat se reduce a los cascos antiguos de las ciudades, acumulan sin cesar libros y más libros en espera de que alguien llegue a recogerlos amorosamente y les agradezca su paciencia, alguien que jamás atraviesa el umbral, como en esas crueles fantasías de Kafka.

El oficio de librero es altruista en el sentido lato de la palabra: vive para los demás, para el provecho de los otros. Su misión consiste en ser centinela de un objeto que nuestra civilización identifica cada vez más con la basura, conservarlo en un aceptable estado y entregarlo a quien lo solicite todavía. A veces, el destino les reserva satisfacciones más misteriosas que el mero amor a los libros: los propietarios de la gaditana librería Quórum han visto en estos días cómo la Federación de Gremios de Editores les ha distinguido con el título de mejor establecimiento del año, en dura competición con otras firmas del mismo ramo que cuentan con un largo prestigio. Supongo que un acontecimiento así les supondrá un recordatorio de que no se hallan solos en una balsa y de que hay otros náufragos que bogan junto a ellos sobre las mansas aguas de la indiferencia general: Robinson Crusoe sentiría el mismo júbilo el día que descubrió las huellas de Viernes en la arena. Me los imagino mirando con nostalgia a través de los escaparates, añorando las primaveras de sus antepasados, aquellos tiempos en que, citando otra vez a Kafka, un libro era un hacha que servía para romper los hielos interiores del alma; porque hoy, para la inmensa mayoría, no partiría ni la triste tableta de chocolate de la merienda.

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