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Columna
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El halcón avinagrado

La renuncia de José María Aznar a competir por la presidencia del Gobierno en la convocatoria de 2004 y conquistar, así, su tercer mandato consecutivo está produciendo efectos indeseados para el PP por la manera y el momento en que fue anunciada. El presidente Aznar se reserva el derecho a designar al sucesor, retrasa hasta el otoño de 2003 la apertura del sobre con el nombre del candidato, se divierte multiplicando el número de los potenciales aspirantes y siembra pistas falsas en torno a sus preferencias. Tal vez ese comportamiento cesarista sea el precio cobrado al PP por Aznar a cambio de sentar el meritorio precedente de haber limitado su mandato a dos periodos consecutivos (un compromiso compatible con el eventual regreso a la presidencia del Gobierno años después); dado que los regímenes parlamentarios no prevén -tal vez sea imposible hacerlo mediante normas jurídicas- esa restricción temporal, sólo los usos políticos podrían crear una práctica de ese tipo. Es cierto que los regímenes inspirados por la Constitución norteamericana suelen limitar legalmente la estancia en el poder de los presidentes de la República; sin embargo, en Estados Unidos la pauta de los dos mandatos fue inicialmente una tradición legada por los grandes presidentes fundadores (Washington, Jefferson y Madison) y sólo se transformó en norma por una enmienda constitucional de 1951, tras las cuatro victorias de Roosevelt.

Las disfunciones creadas en el PP por la decisión de Aznar de ocupar la presidencia sólo durante dos mandatos consecutivos no deberían ser utilizadas para regatearle el elogio, ni tampoco para cuestionar el saldo globalmente positivo de su iniciativa. De consolidarse este uso, los partidos en el Gobierno aprenderían a superar las incertidumbres y las inseguridades que acechan actualmente a los populares a causa del tortuoso, opaco y arcano procedimiento ideado por Aznar para designar a su heredero lo más tarde posible y de la forma más secreta imaginable. Otra cuestión bien distinta es el estado de ánimo del cesante a fecha fija para desempeñar sus tareas con eficacia y normalidad hasta la conclusión de la legislatura. Los americanos recuperaron una expresión inglesa -lame duck- aplicada en el siglo XVIII a especuladores y empresarios en apuros para describir la deslucida situación vivida por el presidente irreelegible durante la etapa final de su mandato, sobre todo cuando se conoce ya el nombre de su sucesor. Para alejar lo máximo posible esa inevitable mutación en pato cojo, Aznar ha demorado el nombramiento de sucesor hasta el otoño de 2003; sin embargo, su desagradable comportamiento durante las últimas semanas le haría merecedor de ser clasificado dentro de esa imaginaria fauna política como un halcón avinagrado.

Ese huraño talante coloreó el pasado domingo el desafío lanzado por Aznar en un mitin del PP al secretario general del PSOE, que se había limitado a criticar la semana pasada en el Congreso la ciega disponibilidad del Ejecutivo español a secundar un eventual ataque militar de Estados Unidos a Irak fuera del marco de Naciones Unidas; el presidente del Gobierno contestó a Zapatero con el sofisma grosero y desleal de que cualquier desacuerdo con el respaldo incondicional a Bush significaría situarse del lado de Sadam Husein. No menos antipática es la sucia estrategia de Aznar de lanzar oscuras sospechas sobre la sinceridad del compromiso antiterrorista del PSOE a cuenta del jardín verbal en que se ha metido el secretario general de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), a fin de justificar su frustrado intento de convencer a los dirigentes de ETA para que no perpetrasen atentados en Cataluña; abstracción hecha de que la inoperante propuesta ideada por Carod Rovira -líder independentista de probadas convicciones democráticas- para firmar una paz por separado con la banda terrorista contenga una elevada dosis de necedad política y bajeza moral, la maniobra del actual presidente del Gobierno dirigida a sembrar la duda en torno a la firmeza antiterrorista de Zapatero mediante el argumento de que los socialistas catalanes mantienen relaciones con ERC es una vileza y una conculcación del Pacto Antiterrorista, cuyo punto primero compromete a PP y PSOE 'a eliminar del ámbito de la legítima confrontación política o electoral' las cuestiones relacionadas con el terrorismo.

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