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¿La doctrina o el crecimiento?

El 2002 es un mal año para el crecimiento y las sonrisas se están quedando heladas ante el anuncio de las perspectivas para 2003. ¿Acaso Europa está recuperando la que fue su singularidad durante la mayor parte de los años noventa? En aquella época, el crecimiento débil y sus síntomas -el agravamiento del paro, el aumento de sus déficit presupuestarios, el estancamiento de los salarios- parecían un horizonte insuperable. Ésta fue la causa principal de las políticas de reducción de la jornada laboral. Si el empleo no podía aumentarse mediante el crecimiento, ¿acaso no había que encontrar otra forma, la distribución del trabajo, por ejemplo? Por fortuna, cuatro años de crecimiento aceptable nos hicieron comprender (al menos así lo creía yo) que la resignación no debía servir de fundamento para la acción pública y que sólo las políticas de crecimiento permitían obtener los frutos esperados.

Pero resulta que de nuevo la misma mecánica implacable se pone en marcha ya no bajo la bandera de la paridad de las monedas europeas en relación con el marco, sino bajo la de la doctrina del equilibrio presupuestario. Ya no es un secreto para nadie (o casi) que las políticas monetarias sumamente restrictivas contribuyeron en gran medida al desarreglo de los años noventa. Conocedor de las consecuencias de la obediencia a un dogma, no creía que se pudiese, pasado tan poco tiempo, volver a cometer el mismo error. La moneda única nos ha hecho comprender la presuntuosidad de las políticas de moneda fuerte: ¿tendrán que pasar otros 10 años para que comprendamos la vanidad que encierran las políticas de gestión contable del presupuesto estatal? Podemos temerlo, porque, ¿sobre qué se debate hoy en Europa, es decir, en cada uno de los países que forman la Unión?

Sobre las vías y medios de reducir unos déficit presupuestarios que se han incrementado bajo el efecto de la desaceleración del crecimiento y sobre la recuperación del equilibrio a 'medio plazo' fijado para 2004. Porque hoy la ortodoxia presupuestaria es objeto de un pacto que obliga a que sea tomada en serio. De ello puede depender el bienestar de las generaciones futuras. ¡Pregunten a los niños cuyos padres pierden su empleo bajo el efecto de un rigor creciente si la reducción del déficit presupuestario sirve para la equidad intergeneracional! Pregúntenles también si están contentos de no recibir nada como herencia -ya que sus padres no pudieron ser propietarios debido a la precariedad de sus empleos- porque la deuda pública de la nación será menos elevada. Pero la piel de los dogmas es de cocodrilo y, cuanto más sencillo y aparentemente luminoso es su enunciado, mayor es su carga de convicción.

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¿Acaso no resulta evidente afirmar que es preferible que las finanzas estén equilibradas? ¡Pues no! Existen gastos -los de inversión- capaces de incrementar de forma permanente los ingresos futuros y que, por tanto, es legítimo financiar a través de préstamos. Estos gastos pueden ser intangibles, de investigación y desarrollo, o para mejorar el funcionamiento del sistema judicial, por ejemplo. De forma más general, si en la actualidad los ingresos son transitoriamente más bajos de lo que deberían haber sido o de lo que serán en el futuro, es mejor política realizar préstamos en vez de renunciar a unos gastos útiles para preparar el futuro. Sería diferente si el descenso actual se perpetuase, porque entonces habría que reducir seriamente el ritmo de gastos para evitar la insolvencia.

¿Quiere esto decir que la insistencia europea en el carácter 'obligatorio' del equilibrio presupuestario, en un momento de débil crecimiento y de incertidumbre sobre su nivel futuro, está justificada por unas perspectivas duraderas de crecimiento débil? En este caso, sería preferible decirlo y explicarlo. Porque entonces podría producirse un debate sobre una cuestión fundamental para el futuro: ¿cuál es la tasa de crecimiento que las autoridades europeas y nacionales juzgan normal y que debería servir como referencia para determinar el nivel y la evolución del gasto público y de los impuestos fijos? Y si ese porcentaje parece objetivamente escaso, ¿qué políticas pretenden los Gobiernos llevar a cabo para incrementarlo? Porque no podemos resignarnos al crecimiento débil, sobre todo en un periodo de desempleo elevado y en aumento. Pero plantear el debate en estos términos equivale a cuestionar aquello que se ha convertido en una tradición europea desde hace dos décadas, o sea, razonar en términos de objetivos intermedios en vez de en objetivos finales; ayer, la paridad de la moneda; hoy, el equilibrio presupuestario, en vez del crecimiento y el empleo. Pero el bienestar de la gente depende, en primer lugar, de sus posibilidades de inserción social (el empleo) y de la evolución de los niveles de vida (el crecimiento). Así, se produce un gran malentendido entre las poblaciones y sus gobernantes: estos últimos se esfuerzan en alcanzar unos objetivos que no son los de la sociedad en su conjunto, como parecen mostrar las derrotas electorales de la mayoría de los Gobiernos europeos desde principios de los años ochenta.

Claro está, existe una legitimación para llevar a cabo dicha estrategia, pero ésta es doctrinal en vez de estar fundada en un análisis riguroso de los hechos: busquen en todo momento y en cualquier lugar el equilibrio presupuestario y terminarán logrando el crecimiento. Además, prosigue esta doctrina (la llamada teoría de las anticipaciones racionales erigidas al rango de verdad primordial), las políticas macroeconómicas son ineficaces y los Gobiernos no tienen nada que ganar cuando intentan cambiar el curso de los acontecimientos. Eppure si muove: una simple mirada a los resultados europeos pasados obliga a señalar que la búsqueda obstinada de objetivos intermedios desemboca la mayoría de las veces en el crecimiento débil y en el agravamiento del paro.

Pero, como con todo, hay que seguir siendo razonables: no se trata de afirmar que el equilibrio presupuestario debe desaparecer por completo de las preocupaciones de las políticas públicas. Una estrategia mucho mejor es fijarse, si no un objetivo de equilibrio, al menos un objetivo medio de déficit suficientemente bajo a medio o largo plazo, para que permita una reducción de la deuda pública proporcional al PIB (de la renta nacional). Es necesario realizar inmediatamente dos precisiones. Es normal, legítimo y sano que la deuda pública aumente bajo el efecto de políticas de inversión, ya que el nivel óptimo de la primera, si existe, no es independiente de la proporción del gasto público dedicado a la inversión. Por otro lado, la rapidez con la que los Gobiernos desean alcanzar el objetivo de déficit público no deja de tener consecuencias sobre el cariz del crecimiento económico ni sobre el nivel del empleo. En efecto, de forma intuitiva parece evidente que pretender alcanzar este objetivo ya en 2004, como desea 'la Secretaría de Estado europea de control presupuestario' (la Comisión), impondría a nuestras economías un plan de enfriamiento. Por ejemplo, en Francia no sólo habría que renunciar a las bajadas de impuestos prometidas y a las inversiones necesarias en materia de seguridad, justicia, investigación y desarrollo o defensa, sino también recortar la mayoría de los presupuestos de los ministerios y/o aumentar de nuevo las deducciones obligatorias. Por eso resulta especialmente desaconsejable redoblar los esfuerzos para alcanzar el objetivo en un periodo de crecimiento débil y de incertidumbre sobre el crecimiento futuro. Así pues, la interpretación dogmática del Pacto de Estabilidad que prevalece en la actualidad corre el riesgo, de nuevo, de poner en peligro de desempleo a una fracción creciente de las poblaciones europeas.

Ciertamente, la reputación de los Gobiernos europeos que derogaran la norma se vería afectada, pero ¿es razonable fundamentar esta reputación sobre el hecho de alcanzar unos objetivos intermedios? Por el contrario, ¿acaso no deberían enorgullecerse los Gobiernos de la prosperidad de sus economías? ¿Y no resulta peligroso para la democracia juzgar a los gobernantes en función de unos resultados diferentes a las promesas que presidieron su elección,aquellas que realmente importan para la vida de la gente?

¿Cómo hemos llegado a este punto? Al comparar la conducta de las políticas económicas a una y otra orilla del Atlántico, uno sólo puede sorprenderse por la diferencia en el grado de pragmatismo.

En este ámbito, Estados Unidos es el mayor productor de doctrinas de todo el mundo, pero, al parecer, sólo para la exportación. ¿Acaso Europa, confundiendo las palabras y las cosas, no va camino de batir el récord de consumo de estas doctrinas?

En EE UU se es liberal por cultura, por elección explícita, e intervencionista por empirismo; en Europa se es liberal por obligación y ortodoxo por elección doctrinaria. Además de que esto no corresponde ni a nuestra cultura ni a nuestras tradiciones, ya es hora de que nos demos cuenta, para acabar con el crecimiento débil, de que esta ortodoxia no sirve a nuestros intereses.

Jean-Paul Fitoussi es presidente del Centro de Estudios del Observatorio Francés de la Coyuntura Económica.

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