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Columna
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Tapados

Aunque este curso político que ahora se inicia debiera estar presidido en teoría por la gran cuestión de las próximas elecciones municipales y autonómicas, que lo cerrarán la próxima primavera, resulta muy posible que en la práctica no suceda así, pues su agenda también estará marcada por otras cuestiones prioritarias que podrían tapar a los inciertos comicios locales, demasiado imprevisibles por su carácter intrínsecamente fragmentario. Entre semejantes pantallas distractivas figura desde luego la redundante, por sempiterna, conmemoración del 11-S, con su ominosa amenaza de agresión preventiva contra Irak. Y también está, por supuesto, la omnipresente cuestión vasca, ahora realimentada por la exclusión judicial de Batasuna. Pero la estrella de la temporada podría ser quizá el incierto debate sobre la sucesión política de Aznar al frente del Partido Popular.

Existen razones para pensar que abrir semejante debate y prolongarlo en el tiempo constituye un serio error de cálculo, pues al margen de otras consideraciones sobre la conveniencia de limitar la ocupación de los cargos, o sobre la irresponsabilidad política de un palomo cojo (presidente saliente que no se presenta a su reelección), la ausencia de un candidato gubernamental implica dejar suelto al jefe de la oposición, cediéndole todo el terreno de juego para que consolide su incipiente papel protagónico. Pero sin embargo, con ser cierto todo esto, aplazar la designación del tapado por el dedo de Aznar también podría ser un acierto. Un acierto ante todo retórico, pues el suspense narrativo sobre quién será al final el objeto del dedazo garantiza un sostenido interés a la trama argumental de este curso político, cuyo clímax sólo se alcanzará con su desenlace final. Ya me referí hace un tiempo a la eficacia en términos de comunicación política de este truco narrativo, que hace de esta historia un cuento popular como el de los tres hijos del rey: los tres tapados -Mayor, Rato y Rajoy-, que compiten por heredar el poder formal.

Pero un acierto no sólo retórico -es decir, táctico-, sino también estratégico, pues para los intereses de Aznar lo más conveniente es que la revelación de quién ha de ser el tapado que designe siga siendo hasta el último momento el secreto mejor guardado del reino. En efecto, el mejor patrimonio político que ha logrado acumular Aznar es la unificación de la derecha española, que hasta su mandato era un centrífugo y fracturado reino de taifas como el que destruyó a Suárez. Pero esa cohesión unánime sólo se produce en torno a la irrepetible persona de Aznar, pues su sucesor ya no podrá heredarla.

Por eso, en cuanto designe públicamente al tapado escogido, inmediatamente se abrirá la caja de Pandora de las divisiones fratricidas, estallando el Partido Popular en una lucha a cara de perro entre tres fracciones cuanto menos: el séquito del ganador, apuntado a la lista de espera del botín clientelar; la banda de perdedores, probablemente liderada por Paco Cascos, o quienquiera que encabece la facción resentida de los postergados; y los hombres del presidente saliente, que le acompañarán a su retiro de Colombey-les-Deux-Églises, a la espera de hacerse desear como el gran ausente. Y como semejante división interna arruinaría las expectativas de victoria popular, lo mejor para el partido es contenerla cuanto se pueda.

Por lo demás, éste no es el mayor dilema sucesorio de los que abruman a Aznar, pues mucho más incierto es el de a qué tapado designar. Como su papel de futuro presidente europeo se ha devaluado mucho, tras la aventura del islote Perejil, Aznar intentará reservarse para cuando abandone el Gobierno el ejercicio en la sombra de todo el poder fáctico. Y para ello necesitaría designar un sucesor leal y obediente, por el estilo de Acebes, pues alguien como Rato no se dejaría manejar. Pero si elige a un mediocre como hombre de paja, el electorado lo adivinará y no se dejará engañar, con lo que el partido perdería el poder, y Aznar con él. ¿Cómo se sale de un brete así?

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