La mitad del infierno
POCAS HORAS ANTES de que el PP rechazase el pasado martes en solitario la proposición de ley integral contra la violencia de género presentada por el PSOE y respaldada por el resto del Congreso, el recién estrenado ministro de Trabajo y Asuntos Sociales comparecía ante la Comisión de Política Social y Empleo para anunciar un sobre sorpresa de 50 medidas mágicas referidas a problemas de su departamento, entre otros, los malos tratos domésticos. La cita matutina del ministro no ofrece mayor misterio: desde su precipitado abandono de la presidencia de la Generalitat valenciana para instalarse en el banco azul, Zaplana trata de recuperar el tiempo perdido en la carrera sucesoria mediante una invasora presencia en los medios de comunicación. Pero la descortés ausencia del ministro de Trabajo y de sus colegas en el pleno que rechazó la proposición de ley socialista no admite otra explicación que el chulesco propósito del Ejecutivo de vejar al Parlamento.
El partido del Gobierno rechazó el pasado martes en solitario una proposición de ley integral contra la violencia de género presentada por el PSOE y apoyada por los restantes grupos del Congreso
Pocas cuestiones suscitan tanto acuerdo social como la necesidad de proteger al hemisferio femenino de la ciudadanía condenado a habitar -invirtiendo la expresión china- la mitad del infierno. Aunque las sentencias y los atestados policiales no reflejen las sevicias infligidas por los maridos o novios a unas mujeres obligadas a guardar un atemorizado secreto, los datos oficiales resultan impresionantes: 35 víctimas mortales en 1998, 42 en 1999, 44 en 2000, 45 en 2001 (con 24.158 denuncias cursadas por malos tratos) y 31 en lo que va de año. Se trata, de añadidura, de una infamia transversal que cruza las clases sociales, las ideologías políticas y los estratos culturales. Así pues, parece inaceptable en términos cívicos y humanitarios que la urgente adopción de nuevas medidas contra la violencia de género pueda ser obstaculizada -tal y como hicieron el pasado martes los diputados populares- por ridículos celos partidistas.
El PP no puede justificar su intolerable dilación con el falaz argumento de que el Ejecutivo dispondría en la práctica de un monopolio para la puesta en marcha de la maquinaria parlamentaria: el artículo 87 de la Constitución otorga la iniciativa legislativa tanto al Gobierno (mediante proyectos aprobados por el Consejo de Ministros) como a las cámaras (a través de las proposiciones de los grupos parlamentarios). No menos absurda sería la peregrina coartada de que la toma en consideración de la propuesta habría significado la rendición de la mayoría absoluta ante la minoría; la hegemonía del grupo popular en el Congreso le hubiera permitido imponer siempre su voluntad mediante la presentación de enmiendas al texto allí donde no fuese posible el consenso.
Tal vez ese sabotaje parlamentario se deba a que el PP está recorriendo al galope el trayecto que conduce a los dirigentes de los partidos en el poder desde las victorias electorales conseguidas por su buena sintonía con la opinión pública hasta una pérdida de contacto con la realidad causante de comportamientos autistas. Mientras esos desarreglos cognitivos y emocionales se limiten a deteriorar los vínculos de fidelidad entre los gobernantes y su clientela electoral, cabe abstenerse de cualquier enjuiciamiento sobre la propensión al suicidio político de asociaciones soberanas y autónomas como son los partidos: por ejemplo, la desolación de cualificados sectores del electorado del PP ante la salida del armario del presidente Aznar -en lo que respecta al buen gusto, la austeridad personal y la nítida separación entre lo público y lo privado- con ocasión de la boda de su hija concierne exclusivamente a los simpatizantes de tales siglas. Pero cuando las consecuencias de los delirios del Ejecutivo afectan a las instituciones -como ocurre con el boicoteo del PP a la proposición de ley contra la violencia de género- no se puede mirar hacia otro lado: el lugar central ocupado por el Parlamento en el sistema democrático obligaba al Congreso a dar una respuesta inmediata al gravísimo problema de los malos tratos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.