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Columna
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Promesas

Era el hombre de gris, ese señor bajito que nunca iba a ganar las elecciones por falta de carisma, por falta de estatura ideológica, por lo mismo que nunca tendrá un Oscar José Luis López Vázquez. López Vázquez sin gracia, nadie apostaba un euro por el hombre de los chistes sin chispa, por aquel hombrín frío que nos dejaba helados de estadística y gestos aprendidos.

Ni siquiera se molestaba entonces, al principio, en prometer milagros al electorado, que para eso ya estaba su rival, un Felipe González todavía imbatido, imbatible a la hora de realizar promesas imposibles, como aquellos famosos 800.000 puestos de trabajo (ni uno más ni uno menos) que iba a sacarse de la manga el ministro del ramo en un pis pas. Aquel señor bajito era incapaz de prometernos nada. Resultaba insultante. No era un ilusionista como el duque de Suárez, tahúr del Mississippi antes de su entronización en los altares de nuestra democracia JASP. Alguien llegó a pensar que aquel fenómeno, aquel parco político llegado de los campos góticos, era un robot mercado en algún chiringuito japonés o en una feria de máquina-herramienta.

Ahora sabemos que aquel señor bajito era en el fondo humano. El prometido fin del aznarato lo precipita todo. Hasta la boda de la niña Aznar ha sido prematura. Ahora al hombre de gris le han entrado las prisas y unas ganas feroces y tardías (feroces por tardías) de prometernos cosas, lo que sea, limpiezas o fregados, nubes de aire, que es como algún poeta llamaba a las promesas. Aznar promete 'barrer las calles de pequeños delincuentes' y el portavoz socialista en el Congreso, Jesús Caldera, le responde que lo único que ha barrido (se la barrió Manzano) es la calle Velázquez, que es donde está la discoteca donde se celebró la despedida de soltera de la niña Aznar. Mientras su amigo Bush (otro señor bajito y sin ninguna gracia) promete barrer Irak de terroristas (y de unos cuantos miles de iraquíes anónimos) Aznar promete barrer el país de quinquis, descuideros, camellos y espadistas. Le queda poco tiempo al presidente Aznar para forjar su estatua. En ello está. La historia va a pillarle escoba en mano.

Además de entregarse a las promesas, para que nada falte en su precipitada politización, Aznar ha preferido expresarse en metáforas. Podía haber prometido, sin meterse en dibujos, reducir la delincuencia en las calles, pero se ha decantado por el verbo barrer. Podía haber sido, es cierto, todavía peor. Podía haber prometido extirpar de las calles la delincuencia. Los símiles quirúrgicos, que en su día gozaron de gran aceptación entre políticos y estadistas, han pasado de moda. El lenguaje políticamente correcto se impone. Barrer suena mejor que extirpar o amputar y muchísimo mejor que fulminar.

En todo caso, las promesas siempre son peligrosas. En adelante, cada vez que a una anciana le roben el bolso, Aznar deberá darle explicaciones y exponerse a sus justas demandas. El método más seguro de mantener la palabra dada, decía Napoleón, es no darla.

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