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Entrevista:Imre Kertész | UNA LÚCIDA MEMORIA DE EUROPA

'El Holocausto no tiene lengua. Cada superviviente lo rememora con las palabras de su propio idioma'

José María Ridao

El fin de los regímenes comunistas coincidió con el reconocimiento de la obra de Imre Kertész (Budapest, 1929) en Europa, como lo demuestra la sucesión de premios que empiezan a recibir sus libros en los noventa, así como el hecho de que sea a partir de entonces cuando se multiplican las traducciones. Novelista antes que memorialista por decisión deliberada, la obra de Kertész se nutre sin embargo de su experiencia como deportado y como ciudadano de un país europeo, Hungría, al que la guerra fría colocó contra su voluntad en la órbita del totalitarismo soviético.

PREGUNTA. Usted ha señalado en alguna ocasión que su literatura surge del hecho de sentirse extraño, al margen.

RESPUESTA. Sí, surge de mi condición de judío.

'Se puede escribir sobre temas sombríos, pero es necesario hacerlo desde la búsqueda de un cierto gozo'
'Las grandes tragedias se han producido cuando las decisiones se han adoptado a partir del juicio colectivo'
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Reflexiones necesarias

P. Uno de los personajes de Kaddish por el hijo no nacido, la mujer del narrador, parece no saber en qué consiste su judaísmo. El propio narrador, en cambio, sostiene que su judaísmo no significa nada para él como concepto, aunque sí como experiencia. ¿Qué sentido concede a esa condición de judío que le empuja a escribir?

R. Los personajes del Kaddish representan dos polos en la interpretación del judaísmo. La diferencia entre ambos radica en que el hombre es un superviviente de Auschwitz, ha conocido en carne propia lo que sucedió en los campos, mientras que la mujer pertenece a la segunda generación. Los problemas de esta segunda generación son completamente distintos a los de la generación que padeció el Holocausto y, en consecuencia, la manera de entender el judaísmo, también. En la nueva novela que estoy escribiendo trato de abordar estos matices, desarrollo con más detenimiento lo que en el Kaddish está simplemente esbozado.

P. Es esa interpretación del judaísmo como experiencia, como memoria, lo que explicaría la frase de uno de sus personajes: 'las palabras padre y Auschwitz producen en mí las mismas resonancias'.

R. En realidad, no sólo aludo con ello a una experiencia personal, sino también a una profunda experiencia centroeuropea. El culto al padre constituía en el pasado una de las premisas esenciales de la educación. Al hijo se le exigía respeto, acatamiento sin reservas de la autoridad, y todo ello sin apelar a ningún fundamento racional. De algún modo, este culto al padre, este hábito de la sumisión, fue lo que facilitó la deportación de tantas personas desde Hungría y otros países.

P. Se superponen la experiencia personal del narrador y la colectiva de los deportados.

R. Como novelista nunca he intentado otra cosa que construir un mundo propio, un mundo que de algún modo considero el auténtico. Y eso a través de una lengua que es, junto a la experiencia, la que me incita y me inspira. Ahora bien, observe esta paradoja: el Holocausto no tiene lengua. Cada superviviente lo rememora con las palabras de su propio idioma. Las consecuencias que se puedan extraer de esas historias concretas, su integración dentro de una experiencia humana más general, dependen así de la cultura en cuya lengua hayan aparecido estos recuerdos. Y de la manera en que esa cultura los acepta y los hace suyos. En Hungría, por ejemplo, el Holocausto no forma parte de la cultura ni de la memoria del país.

P. Es llamativo que, como dice, la experiencia de las víctimas no tuviera lengua y que, por el contrario, los verdugos se esforzasen por alcanzar la pureza de la suya, entre otros proyectos de 'limpieza'.

R. Todavía hoy cabe preguntarse de qué manera la cultura europea ha hecho propia la experiencia de la existencia amenazada, que en Auschwitz se manifestó en su grado más absoluto, y que, por otro lado, es una experiencia que fue provocada por esa misma cultura europea.

P. Y en el plano individual, ¿cómo lo ha hecho usted, qué diferencias observa entre la manera de interpretar lo que vivió antes y después de plasmarlo en un texto?

R. Nunca he redactado unas memorias. Y desde el momento en que decidí que escribiría novelas y no autobiografía, me vi obligado a seleccionar mis recuerdos. En este sentido, los utilizo como si fuesen cajones de un armario. Sólo abro los que resultan necesarios para la composición del relato. Claro que para ello es preciso colocar estos cajones en el congelador. Porque la novela es algo externo, objetivo; el escritor crea un mundo a través de la novela, no recompone su propia biografía.

P. ¿El recuerdo no se ve entonces transformado?

R. Empobrecido. Al escribir siento que pongo en liquidación una parte de mi memoria. Y sí, me siento algo más pobre.

P. ¿Más pobre, no más liberado, como han señalado otros autores con vivencias parecidas?

R. Si la novela me satisface, si creo haber hecho un buen trabajo, entonces sí. Porque se puede escribir sobre temas sombríos, pero es necesario hacerlo desde la búsqueda de un cierto gozo. En mi caso al menos, si encuentro esa frase que da carácter a una obra, incluso si se trata de una obra que refleja acontecimientos terribles, experimento un paradójico placer.

P. Volviendo a Europa y a la cultura europea, ¿cree que se podría hacer más para integrar en el proyecto común a los países que quedaron al otro lado del telón de acero, unos países que han sido considerados como parte de la Europa del Este, cuando hasta el final de la Segunda Guerra Mundial formaban parte de Centroeuropa?

R. Da la impresión de que las pequeñas naciones europeas se hubieran asustado de repente. No sé muy bien de qué, pero lo cierto es que prefieren cerrarse a lo que consideran influencias extranjeras en lugar de aceptar la ampliación.

P. Tal vez los destinatarios de la xenofobia no sean sólo los africanos o los magrebíes, sino también algunos europeos.

R. El fenómeno al que me refiero existía en forma latente hace más de un año, antes del 11 de septiembre. Quizá pudiera percibirse, por ejemplo, en las manifestaciones contra la globalización. Hasta ahora no veo claro cuáles eran las razones de estas protestas, cuáles eran sus causas. Al mismo tiempo, y como ciudadano que ha vivido bajo un régimen comunista, me sorprendía el hecho de que algunos de los eslóganes pareciesen recuperados del viejo poder soviético. Primero se lanzaban consignas contra la globalización, a continuación se escuchaban críticas contra Estados Unidos y, para terminar, se tomaba posición contra Israel. Es verdad que la izquierda europea ha hecho un esfuerzo sincero de renovación, pero en ocasiones mantiene elementos que evocan el pasado y provocan cierta inquietud.

P. ¿Cómo explica que, por el otro lado, parezca observarse una cierta condescendencia con el pasado nazi entre los movimientos populistas y de ultraderecha?

R. Ambos fenómenos estarían relacionados. Hasta ahora, la democracia liberal esperaba y recibía a todos con los brazos abiertos, tanto a las personas como a las ideas. De pronto se descubre, sin embargo, que la población autóctona no ve con agrado al extranjero. En cualquier caso, tenga en cuenta que los términos clásicos de derecha e izquierda no significan lo mismo para ustedes que en los países de la antigua órbita soviética. Cuando el gobierno comunista fue derrotado en Hungría, llegó al poder el partido socialista. Los que allí pueden considerarse como populistas acusan a los socialdemócratas de estar al servicio del capital internacional.

P. Es decir, que el fantasma de la inmigración se convierte allí en el fantasma del capital internacional.

R. Sí, porque los populistas no comprenden el significado de la Europa unida, y tratan de fomentar temores que les favorezcan. Aun así, una encuesta reciente señalaba que el 84% de los húngaros es partidario de la integración.

P. ¿Y qué esperan de ella?

R. Una mejora económica. Y, además, que se ponga fin al temor que surge de la exclusión, de la soledad.

P. Hablaba de las críticas a Israel. ¿Piensa que, como se ha dicho desde algunos medios norteamericanos, existe en Europa un nuevo sentimiento antisemita?

R. Hablar de forma superficial acerca de estos asuntos es casi un pecado. Mi opinión es que, en algunos casos, la crítica contra Israel es el nuevo lenguaje del antisemitismo, y no porque no se pueda criticar lo que Israel hace.

P. ¿Cómo podría resolverse esa aparente contradicción?

R. Analizando con precaución qué es lo que hay detrás de las críticas hacia Israel y qué es lo que significaría su desaparición.

P. Pero lo que la mayor parte de los intelectuales europeos ha juzgado son sus acciones, no su fundamento. Y algunas de sus recientes acciones resultan condenables.

R. El problema es que son muy pocos los que contemplan sólo la acción, los que dirigen su crítica sólo hacia la acción. Eso sería lo necesario; en eso consistiría la observación racional del mundo. Las grandes tragedias se han producido cuando las decisiones se han adoptado a partir de un juicio colectivo. El Holocausto empieza así, a partir de un juicio colectivo.

P. El antisemitismo se ha disfrazado tras la crítica a Israel y, junto a ello, el racismo y la xenofobia han encontrado un terreno abonado en el tratamiento que se le está dando al islam. El fanatismo de un grupo terrorista se extiende a todos los árabes, sean musulmanes o no. Se trata del mismo fenómeno.

R. En efecto, el problema consiste en desenmascarar ese prejuicio, en dirigir una vez más la mirada hacia los individuos y no hacia las colectividades, hacia los grupos. Se trata de la actitud opuesta a la que mantienen los populistas. Gran parte de las tensiones que generan en torno a la inmigración procede de interpretar como rasgos propios de un grupo lo que no son más que acciones individuales.

P. Tal vez esa mirada hacia los individuos resumía la lección que extrajo Europa de las dos guerras mundiales. Pero Europa parece estar cambiando.

R. Eso es lo que abordo en Yo, el otro, la novela que aparece ahora en España. La sitúo en la época de transición que se vivió en los noventa, tras la caída del comunismo, y trato de reflexionar sobre los fenómenos que tuvieron lugar entonces, en Budapest, en Berlín, en otros lugares del mundo. Fue una forma de vida lo que cambió, no sólo unos regímenes políticos. También para mí cambiaron muchas cosas. De ser un escritor marginal, me convertí en un escritor conocido. Como si de pronto hubiese traspasado un umbral.

El escritor húngaro Imre Kertész (Budapest, 1929), autor de 'Sin destino' o 'Kaddish por el hijo no nacido', en San Sebastián el pasado julio.
El escritor húngaro Imre Kertész (Budapest, 1929), autor de 'Sin destino' o 'Kaddish por el hijo no nacido', en San Sebastián el pasado julio.JESÚS URIARTE

El destino de un autor comprometido

UNA DE LAS diferencias más destacadas de Sin destino -la novela que ha propiciado el reconocimiento internacional de Imre Kertész (Budapest, 1929)- con otros relatos acerca de los campos radica en el punto de vista. Desde las primeras páginas, Kertész da por descontado que el lector conoce los dos elementos más relevantes del final. El primero, que la peripecia narrada por un adolescente, György Köves, le está conduciendo a Auschwitz, aunque él lo ignore o finja ignorarlo. El segundo, que logrará sobrevivir, puesto que evoca su experiencia en primera persona. El peso de la narración se traslada, por tanto, a la implacable metamorfosis que experimenta un muchacho siempre dispuesto a contemplar el lado amable de la vida, a aprovechar cualquier resquicio de su terrible situación para mantener el optimismo.

Al igual que su personaje Köves, Kertész fue deportado con apenas quince años a Auschwitz y Buchenwald. De vuelta en Budapest tras el fin de la guerra y la liberación, terminó sus estudios y comenzó a trabajar como periodista en el diario Vilagosság, para consagrarse más tarde a su tarea literaria. Aparte de Sin destino (1988), Kertész ha publicado obras como Fiasco (1988), Diario de la galera (1992) o Instante de silencio en el paredón (1998). Es además traductor al húngaro de Freud, Nietzsche, Canetti, Joseph Roth y Wittgenstein. En 1995 recibió el Premio de Literatura de Brandeburgo y dos años más tarde el Premio del Libro de Leipzig, confirmando así la merecida consagración de Kertész como uno de los grandes autores europeos. Su novela Yo, el otro aparece ahora en España.

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