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Columna
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Extranjeros

Analice la frase: 'Todos somos extranjeros'. Se trata de una oración simple, pero, más allá de la sintaxis, la sentencia se las trae. Para empezar, una aseveración así debe ir acompañada de ciertas aclaraciones. ¿Significa, sin más, que todos somos efectivamente extranjeros o corresponde entender que todos somos potencialmente extranjeros? En cualquiera de los casos, la condición de extranjero se adquiere en el momento en que uno sobrepasa los límites de su propio territorio. Es entonces cuando se ejerce ese título con total propiedad y garantía. Yo descubrí al primer extranjero allá por los sesenta. Tendría seis o siete años cuando mis tíos me llevaron de veraneo a la playa. Allí, en la misma orilla, jugando con la arena, conocí a Jean Claude. Era un niño pelirrojo y abrumado de pecas. Nos hicimos muy amigos. Pero lo que más recuerdo de aquello era el orgullo de tener un compañero de otro país que hablaba en francés y jugaba con auténtica pericia a la petanca. Después, sin embargo, la etiqueta de extranjero comenzó a devaluarse. Venían en oleadas y se asentaban en la costa a devorar marisco y arròs a banda. Como una epidemia estival, inundaban el paisaje cada agosto y desaparecían luego con la baca rebosante de maletas, tostados de sol. Yo también me hice extranjero a los quince años. Fue durante una excursión escolar que nos llevó a Londres en un vuelo chárter. Acordándome de Jean Claude, me movía entre los británicos con el insólito privilegio de ser de otro lugar. El problema es que después, agotada la novedad, lo de ejercer de extranjero perdió su gracia. Es más, hoy por hoy ni siquiera compensa, sobre todo si uno se empeña en serlo por tiempo indefinido. Aquí se agrava la cosa, porque sin una poderosa cuenta corriente, el extranjero adquiere el grado de intruso. Claro que hay quien lo asume, quien aguanta bien lo de vivir bajo sospecha, hacer largas colas delante de Extranjería y compartir un piso de cuarenta metros cuadrados. Mi amigo Jean Claude diría que así no merece la pena ser extranjero, pero eso no vale. Él tenía una petanca estupenda, el pelo colorado y un padre rico. Hasta creía, como yo, que la playa y el mundo eran de todos.

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