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Concierto para cuatro estaciones

Un concierto de voces y ladridos, con el acompañamiento del estruendo del viento de las motocicletas y el contrapunto de imágenes, luces, y más voces de los televisores es moneda corriente de las vacaciones. Aceptada con tanta diligencia como se hiciera con el euro, entre otras razones por ser más antigua, anterior a la divisa europea.

Se acepta como las tormentas de verano. Es más, con mayor resignación, cuando no indiferencia, porque a lo que se ve las tormentas solo son aguafiestas impertinentes que subrayan las deficiencias y amargan la memoria de quienes no unen el agua a su consumo, entre otras cosas.

Así, los llamados animales de compañía se convierten en compañía de animales, que impiden el acceso a su propia casa, o le atormentan el descanso. O las ganas de leer y escribir, que junto con el caminar son aficiones al parecer impracticables en La Sierra de Gúdar, o en la Calderona más cercana. O, puede que aun peor, perversión de extraterrestre infiltrado entre el estruendo de máquinas, seres humanos vociferantes, y bestias salvajes alimentadas como gourmets..., además, ambas sierras, junto a aullidos y griterío, ya sufren los zarpazos de salteadores, émulos de los hermanos Dalton, dispuestos a la dentellada final. En fin...

He citado dos lugares. Me dicen, quienes comparten el sufrimiento de la tortura, que la epidemia es común, y que al negocio de la audiometría le espera mejor destino que las empresas de las nuevas tecnologías. Y, más aún a sus actividades conexas, el tratamiento psiquiátrico ante la disfunción del silencio, o las ya citadas ganas de caminar leer y escribir, tan anticuadas; o las prótesis de cerebro y oído que la barbarie sónica y animal exigen. Por no decir del éxito que pueden esperar quienes se dediquen al aislamiento acústico.

Para la agresión se invocan grandes principios. El de la democracia, sin ir más lejos. Por ejemplo, y es ejemplo cierto, cuando un vehículo, de tracción animal, o a motor de explosión, circula contra las direcciones que marcan las convenciones señalizadoras. Cuanto más potente, el animal o el vehículo, mayor el grado de ensordecedora estridencia, de suerte que uno propende a pensar que la renta disponible, aun siendo indispensable, no es garantía del progreso de la civilidad.

Y la víctima, Ud. o yo, se siente inerme. Como víctima demócrata, también. Con la tentación, de disponer de renta suficiente, de adquirir un vehiculo blindado, imponente, con sus cadenas y con capacidad de organizar mayor estrépito del que supone una continuada y permanente agresión.

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La segunda invocación hace referencia al tiempo de vacaciones, que, por lo que se deduce, consiste en aumentar los decibelios, incrementar los aullidos o los excrementos de la compañía animal, en voluntario olvido de que no todos gozan de la singularidad del descanso y el ocio.

Parece que ya hay autoridades, de oido más sensible, que se ocupan de estos desmanes, que el progreso de las libertades y de la economía no parecen mitigar, sino aumentar. Su ejemplo no cunde, sin embargo, y aun me pregunto si algo tan obvio como el derecho al reposo, al ejercicio de las aficiones propias, sin la agresión, debieran ser objeto de intervención administrativa o judicial. Pero más vale que el munícipe de una villa alcarreña, como leí este verano, comience el escarmiento de ladridos, gritos, y estampidas de motocicletas y automóviles.

En países de acrisolada virtud democrática, y consolidado bienestar, sin siesta, a nadie se le ocurre cortar el césped un sábado o un domingo. Y menos aun regar las piedras del jardín, aun siendo lugares de precipitaciones más constantes y menos afectados por la recurrencia de las sequías. La originalidad que he constatado este verano lluvioso, fresco y confuso en términos meteorológicos, es la de que somos capaces de superarnos: con más compañía de animales, con mayores niveles de estruendo, y con mayor capacidad para malgastar recursos escasos.

Y esto poco o nada tiene que ver con el ejercicio de las libertades, en democracia que en otros casos es hipótesis idiota, y mucho que ver con algo que se suele llamar civilidad. Una educación que queda fuera de las aulas por ahora, con calidad y sin ella, y que corresponde a la conciencia de los ciudadanos respecto de los bienes públicos, y de los límites de la convivencia. En libertad, por supuesto.

El retorno a la ciudad nos devuelve a la estridencia ordinaria, que al parecer estos sujetos de la barbarie añoran cuando se encuentran con el silencio, y no pueden ejercer su miserable singularidad en la confusión general.

Lo dicho, buen negocio para psiquiatras y expertos de la audiofonía o en aislamiento, para regocijo de financieros, que a su cargo y el mío, conseguiran una paz en el reducto de un hogar aislado, poco convivencial, por cierto. Y poca esperanza para los pacíficos que se obstinan, contra todo pronóstico, en alejar, siquiera por unos días, el ruido, a la vez que ejercen el no menos pacífico, anticuado y acaso peligroso, ejercicio del caminar, leer y escribir. Delitos, que lo fueron no hace tanto, y que, sin duda alguna, pueden de nuevo ser tipificados como tales, de ganar la subasta los aullantes, animales racionales o no.

Lo peor es que este lamento no se circunscribe, como dicho, a la estación en que se supone, por algunos, que es la estación del ocio, en que la temperatura de la estridencia alcanza sus mayores cotas. Pongánse los lectores, que lo son, en cualquier situación a lo largo del año, y el resultado no será otro que una disminución invernal, en la medida que puertas y ventanas se cierran con la llegada de los fríos: abran unas y otras, y escucharan la misma y desafinada orquesta... ahora en Benimaclet, Valencia. Con cargo a los mismos congéneres, que su compañía no tiene responsabilidad alguna, ni civil ni penal... que quede bien claro.

Ricard Pérez Casado es licenciado en Ciencias Políticas y diputado por el PSOE por Valencia.

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