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Columna
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Notas del verano ido

Se acabó, para la mayoría, la feliz holganza estival y consumen su turno los envidiados ciudadanos que eligieron el dulce mes de la vendimia para las vacaciones. Dejamos Madrid en el urente julio y nos queda el regusto de los días pasados. El madrileño muestra preferencia por los litorales del Sur y del Este, por el cielo sin nubes que garantiza el solaz de los niños sin tenerlos pegados al calcañar. Crece el número de los que eligen las playas septentrionales, con el riesgo de lo que los meteorólogos llaman mal tiempo. Uno se va a los orígenes y deja los seiscientos y pico metros de altura de esta ciudad por los acantilados y arenas del Cantábrico. Allí los amaneceres, amorosamente envueltos en la niebla, la dulce y mansa lluvia con la que se paga el verde de los prados y los bosques en pleno agosto. Y el bronco temporal, que a veces pasa como una malhumorada exhalación.

Hasta aquel lugar baja el río, oscuro por el carbón que arrastra desde las zonas mineras donde, a principios del invierno, se pescan por millares las angulas. No se hagan ilusiones: la mayor parte es enviada a Japón, por vía aérea, aunque se despierta una alarma colectiva para salvarlas y disfrutarlas. Antes de las mareas vivas de San Agustín, el bravo mar suele estar extrañamente calmo y pacífico. A mano del recuerdo tenemos aquellas mañanitas, protegidas por un algodonoso silencio, apenas turbado por el ladrido lejano o el bordoneo de una avioneta madrugadora que pincha y se zambulle entre las nubes viajeras. El siseante paso de los automóviles sobre el rociado asfalto de la cuesta abajo, entre dos agudas curvas, solapa el canto de invisibles pájaros en el humedal de enfrente. Hay una hora para los ciclistas que se lanzan, silenciosos, rápidos e inmóviles por la acusada pendiente, dejando entre las bardas la alegre pincelada de sus camisetas deportivas.

Un paisaje petrificado el de ese pueblecito marinero, que conserva el recatado encanto de los lugares situados fuera de las rutas usuales. Por allí no se va a ninguna parte. El río, el mar y la montaña que cae a pico en su zona oriental interrumpen todos los caminos y sólo llegan quienes lo buscamos expresamente y los que se pierden y han de volver por donde vinieron. La antigua calma sólo es rota, ocasionalmente, por el pesado y fugaz estruendo de los grandes aviones que arriban y despegan en el cercano aeropuerto, un ronco gruñido disuelto en pocos segundos, y el duro crepitar de los cohetes -por allí les llaman voladores- que marcan las fiestas en localidades del entorno, durante las conmemoraciones marianas agosteñas. El ruido, breve y fuerte, retumba y se repite entre los valles vecinos.

Este año hubo poco sol en el Norte, circunstancia decepcionante para los heliófilos que equivocaron el destino. Excelente -salvo transitorias lloviznas fuertes- para pasear, sentir la respiración de los bosques de eucaliptus y hacer ese febril turismo al que se entrega la gente de tierra adentro. Otros preferimos anegar la mirada por los grises y azules de la mar, navegando entre los tonos plomizos, grises y turquesas hasta la última confusión rojiza de los atardeceres.

Queda la tentación gastronómica. No nos empecinemos ni llamemos a engaño, pues por allí lo bueno son los productos del campo y la carne. En algunos exquisitos y caros restaurantes se encuentra buen pescado, confirmando la certeza de que el mejor puerto de mar es Madrid, donde van a parar las óptimas capturas. Dense a la fabada, a los potes, al arroz con pollo y no insistan en la merluza, el mero o el marisco fresco. Otra deducción: el Norte no está preparado para atender al turismo masivo. Su temporada apenas comprende mes y medio, sin que sea exigible una estructura adecuada durante todo el año. Desde los aeropuertos, que se colapsan con dos o tres vuelos simultáneos, hasta la capacidad y calidad hoteleras, donde las carencias están sustituidas por la buena voluntad, no pueden esperarse esmerados servicios, imposibles o muy difíciles de ofrecer y, sobre todo, de mantener. Mucho recibe el viajero en aquellas tierras, a cambio, eso sí, de una moderada dosis de tolerancia. Cortesía, hospitalidad, buena acogida por parte de su generosa población, anchas carreteras, con algunos tramos peligrosos, y ese verdor, unánime y diverso, que sólo tiene un secreto: llueve que da gloria.

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