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LA CRÓNICA
Columna
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La mejor historieta de la 'rentrée'

La otra noche nos sentamos frente a unas botellas para cambiar cromos de las vacaciones con unos amigos. Ya conocen ese ritualillo de los primeros días de septiembre, cuando nos incorporamos al yugo y al redil (¡insensatos!) y nos da por entablar un competitivo recuento de aventuras y peripecias, una camuflada exhibición de trofeos. Los que han viajado a Asia hablan de arrozales luminosos, de ciudades de nombres rarísimos y de los efectos secundarios del Lariam; los que lo han hecho al desierto, de soledades cósmicas, de jornadas agotadoras a bordo de un jeep y de los inolvidables ojos de antracita de un tuareg con quien se cruzaron en un oasis; y quienes fueron a Menorca, en fin, más discretos, hablarán del mal tiempo que hizo este año, del vocablo catalán e incomprensible que les soltó un payés desdentado y de una celebridad de la canción con quien coincidieron en un restaurante especializado en calderetas.

Sesión de competitivo recuento de peripecias tras las vacaciones. V y C han estado en Benidorm

Pues a lo que íbamos. Estábamos en lo de la otra noche en nuestra fiesta con botellas. Hacía calor, ya era tarde y rioja. La palma de la mejor historieta de la rentrée se la llevaban P y T, que se pasaron una semana empantanados en un pueblo de la pampa amazónica boliviana donde jugaron muchas partidas de dominó con un viejo cazador de cocodrilos ya retirado y un cocinero andrógino que pesaba 120 kilos y cocinaba los pollos con coca-cola.

Pero como quien no quiere la cosa, V y C van y sueltan que han estado en Benidorm. Toma ya. Por lo visto estaban tan tranquilos aquí en Barcelona, a comienzos de agosto, y cayeron en la cuenta de que no conocían Benidorm. Una laguna cultural que era preciso solventar lo antes posible. Pidieron prestado un coche y allí fueron.

Con las debidas licencias, esto que aquí sigue es la cosa bárbara y formidable que encontraron. Llegaron a la babilónica ciudad a media tarde, y después de contemplar largamente el horizonte toallero y crepuscular desde su habitación (se alojaron el uno de los pisos más altos de uno de los edificios más altos), bajaron a cenar al lugar que les pareció más espantoso de toda la ciudad: el restaurante de su propio hotel. El menú consistía en comida sin tasa y 'barra libre de frechené semisé', como les dijo el camarero. Haciendo cola frente a una paella marinera trabaron conocimiento con una pareja de novios en la víspera de su boda. Él, 72 años y camisa abierta hasta el ombligo; ella, 78 y el busto embutido en un top de licra color fucsia. Como mis amigos V y C son tremendamente simpáticos y ponen la oreja con una ciencia infinita (y además lo de la barra libre de 'frechené semisé' iba en serio), acabaron por intimar con los novios y fueron invitados a la boda. Y que no se pensaran mis amigos que iba a ser una boda de pan y quesillo; no: los casaba el mismísimo alcalde de Benidorm, María Jesús tocaría su acordeón durante el convite y un cocinero amigo del novio había preparado una artística cascada con 60 docenas de gambas que había encontrado por ahí a un precio muy arregladito. Total, que copa arriba copa abajo del 'semisé', les dieron las tantas y se enteraron de todo lo había que enterarse. Esto es: que el novio, en su juventud, había ganado varias fortunitas (sic) dando clases de tenis (sic) a señoras viudas, ricas y extranjeras; y que ella, la novia, era viuda desde hacía poco, había estado casada 50 años con el mismo hombre y aún tenía una mercería muy cuca (sic) en un pueblo grande de la provincia de Santander. Desde que estaban juntos (apenas cinco meses) ella había descubierto los verdaderos placeres de la carne, ¡y cada día! (sic). En fin, parecía el remake de una novela de Antonio Gala hecho por Pablo Tusset.

La mañana siguiente amaneció clara, soleada y resacosa. Los novios estaban hechos dos pinceles, el alcalde les exhortaba a guardarse fidelidad y María Jesús hacía dedos en un rincón, preparada para atacar la Marcha nupcial con su célebre artefacto. En las aún estropajosas mentes de mis amigos se prefiguraban artísticas cascadas de gambas averiadas. Pero entonces ocurrió lo que sólo ocurre en las películas, y no en todas. Cuando el ilustrísimo señor alcalde iba a formalizar el sin par casamiento, se abrió paso una señora hecha una hidra y recién llegada de un pueblo grande de la provincia de Santander. Que no, que su madre no se casaba con ese sujeto (sic) hasta que no se aclarase el asunto de la herencia de la cuca mercería. A la novia le dio un vahído, el novio se puso color berenjena, el alcalde salió por piernas y María Jesús se echó a llorar en su rincón. Es decir, que no hubo boda. Y las 60 docenas de gambas del convite acabaron servidas, dos días después, y con gabardina de maicena, en una taberna seudo-vasca del casco viejo de Benidorm.

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Empujados por un comprensible y samaritano sentimiento, mis amigos V y C decidieron secundar a la pareja de ancianos en tan lamentable trago y les propusieron salir por ahí a distraerse. Y allí fue donde el novio dio el do de pecho: los llevó a los cuatro a una animada cafetería nocturna en la que una señorita en tanga, subida sobre la barra, hacía como que se sacaba cuchillas de afeitar de la vagina. Y así pasaron muy agradablemente el rato.

No hace falta ir muy lejos para ganar, por goleada, la competición de la mejor historieta de la rentrée.

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