Nada ha cambiado
Cuando William Butler Yeats se sentó a escribir sobre la rebelión de Pascua de 1916 en Dublín, sabía que había marcado una ruptura en el tejido irlandés. Antes de 1916 la situación era una; después, todo 'cambió, cambió profundamente'. Hemos llegado a pensar que el 11 de septiembre es un acontecimiento que para el Estados Unidos moderno equivale a la Pascua de 1916 para Irlanda. A nivel interno, se supone que EE UU es distinto de lo que era; en el extranjero ha encontrado una nueva definición de su papel en el mundo. No lo creo. No creo que los elementos básicos de la sociedad estadounidense hayan cambiado por los atentados, y no creo que la política exterior tenga que ser puesta patas arriba como respuesta. Hay que poner en perspectiva el 11 de septiembre.
Una forma de hacerlo es compararlo con el 7 de diciembre de 1941, el otro día que vivirá en la infamia. Para EE UU, la II Guerra Mundial fue un acontecimiento que hizo época. Se movilizó a más de 12 millones para las fuerzas armadas; cerca de 300.000 murieron en la batalla; se rescató a la economía de una profunda depresión; la innovación tecnológica avanzó a un ritmo nunca visto; la situación social y económica de la mujer quedó transformada; el caparazón de la segregación racial legal se empezó a romper; se desarrollaron armas que podían acabar con la vida en la tierra.
No ha ocurrido nada desde el 11 de septiembre que indique que vaya a producirse un cambio tan profundo en la sociedad estadounidense. De lo contrario, habrían saltado las alarmas de dos indicadores. Todo el mundo sabe que las iglesias se llenaron el 16 de septiembre, pero todo el que va regularmente sabe que la situación no se ha mantenido. El Pentágono dice que, a pesar de que aproximadamente se dobló el número de personas que mostró interés por las fuerzas armadas tras el 11 de septiembre, posteriormente no se tradujo en ningún incremento marcado en las cifras de reclutamiento.
Tampoco hay ninguna razón para creer que la guerra contra el terrorismo vaya a dominar la política exterior estadounidense. Hagamos otra comparación, esta vez con la guerra fría. Durante más de 40 años, EE UU se vio consumido por una lucha mundial contra el comunismo: unos 95.000 estadounidenses murieron en Vietnam y Corea en guerras que pretendían contener la amenaza comunista.
Es sencillamente ridículo pensar que para derrotar al terrorismo islámico radical haga falta el mismo nivel de compromiso nacional que se vio en la guerra fría. La ideología de la Unión Soviética tuvo muchos adeptos y apologistas por todo Occidente. Los líderes del mundo desarrollado asociaban Moscú con el progreso y la huida del dominio ladrón del colonialismo. Por encima de todo, el comunismo era poderoso militarmente. La URSS tenía miles de armas de destrucción masiva que apuntaban contra nosotros y, en Vietnam, las fuerzas comunistas derrotaron a EE UU y a sus aliados.
El contraste con el terrorismo islámico radical no podría ser más pronunciado. Al Qaeda no controla un solo Estado. Los líderes de todas las naciones del mundo musulmán aborrecen los dogmas de Al Qaeda, por la sencilla razón de que amenazan el poder de esos líderes. Aunque sin duda existe una red de simpatizantes de Al Qaeda en Occidente, el islam radical no ha sido capaz de ganarse prosélitos fuera de un núcleo de fanáticos religiosos. Comparados con el poderío militar del comunismo soviético, los terroristas islámicos son un ejército heterogéneo en fuga. Revisar las prioridades estadounidenses fundamentalmente como respuesta ante los terroristas les muestra más respeto del que se merecen.
De hecho, una política exterior forjada por la guerra contra el terrorismo le serviría de poco a EE UU. El mundo está lleno de problemas que precisan de la iniciativa estadounidense: el auge de China, la caída de Japón, la crisis de confianza en sí misma de Europa, la agitación económica en Latinoamérica. Las políticas diseñadas para combatir el terrorismo no tienen nada que ofrecer en esos casos, pero cualquiera de ellos podría tener mayor impacto sobre nuestro futuro que el 11 de septiembre. Si EE UU se toma el terrorismo como una guía sencilla para situaciones complejas, caerá en muchos errores. Por ejemplo, para un estadounidense es natural sentir simpatía por los israelíes, como compañeros que padecen el terrorismo. Pero es falso imaginar que el conflicto entre Israel y Palestina, que tiene su raíz en reclamaciones opuestas sobre el mismo suelo, puede solucionarse exclusivamente preguntando quién es el terrorista y quién es la víctima.
Sospecho que, al final, la guerra contra el terrorismo no se parecerá en nada a la II Guerra Mundial ni a la guerra fría, sino más bien a la lucha de 50 años para terminar con la trata de esclavos en el Atlántico durante la primera mitad del siglo XIX. Aquello fue una prioridad para muchas naciones, pero jamás definió el interés nacional de ninguna de ellas.
Poner fin al tráfico de esclavos fue una empresa noble. También lo es la guerra contra el terrorismo. Pero no podemos permitir que defina quiénes somos ni que rija todas las formas en que obramos en el mundo. Si lo hacemos, como dice el viejo refrán, los terroristas verdaderamente habrán ganado.
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