Olivas y Pla se lían
El cronista se dispone a seguir los líos del presidente José Luis Olivas y del secretario de los socialistas Joan Ignasi Pla, en sus arriesgadas exploraciones por las junglas de la inmigración y los hielos antárticos de la violencia de género, es decir, eso tan cotidiano de darle matarile a la pareja. En la foto que se publicó el jueves, en estas páginas, ambos tienen el mentón decidido, la mirada audaz y todo el semblante iluminado por sendas sonrisas airosas. Ambos evocan la estampa heroica de un Livingstone enjabonándose bajo las cataratas Victoria, o de un Amundsen haciéndose un martini on de rocks, en el Polo Sur. El cronista ignora si llevarán salacot o se cubrirán de pieles, pero el valor se les supone y la política adquiere así un perfil de aventura más noble que el habitual del ventajismo financiero y la confidencialidad inmobiliaria. En un paisaje tan sugestivo, Enrique Beltrán, fiscal jefe del TSJ, con la mejor intención, les ha echado a nuestros dos protagonistas un jarro de agua fría y 3.879 maltratadores, censados en el Registro de Violencia Doméstica. Es como si a tarzán le cortaran todas las lianas de un tijeretazo o como si a Livingstone le cambiaran el lago Tanganica por un jacuzzi. Les ha segado la exploración bajo los pies. Pero aún les queda por adentrarse en la espesura de la inmigración, que es tela patera, empresarios sin hígados y sustancia para alimentar interesadamente miedos y descabellos.
Con el curso en ropa interior y las mejillas pasadas por los rayos uva, nuestros políticos tienen todas las trazas de estar en forma para sacudir uppercuts dialécticos. Olivas, de entrada, anunció su herrumbroso plan de choque para afrontar la violencia doméstica y días después se apunta a los exploradores, y pone toda la carne en el asador, la ajena, se entiende. Por eso al cronista le asaltan ciertas dudas de carácter semántico: lo de violencia doméstica o de género le resulta un paño caliente, un eufemismo de factura viril. Es como si un cuchillo de carnicero al rebanar una yugular femenina tuviera mucho de caricia desmanotada y brusca, o como si arrojar ácido al rostro de una mujer no pasara de un aflictivo equívoco, porque, al parecer, el maltratador, que se supone tan solo a tiempo parcial, en su arrebato se pensaba que era un frasco de Chanel. El cronista confía en que ministros, parlamentarios y jueces, cuando se refieran a esas atrocidades, usen el término doméstico en su primera acepción, o sea, relativo a casa u hogar, aunque recela que, en ocasiones, se escoren a la segunda, a saber: aplícase al animal que se cría en compañía del hombre. Sólo así se explicarían pasividad, negligencia y ciertas sentencias, propias de una antología de la aberración.
A nuestros audaces exploradores ya les puede echar una mano el jefe Cotino, que releva a Camps en la delegación del Gobierno, y lo coloca, libre de cargas y cargos, en la línea de salida de los candidatos a la Generalitat. Camps no tiene aire de explorador, sino de melancólico poeta de la época victoriana. Pero el cronista se queda con la imagen vigorosa de Olivas y Pla. Y es que una imagen vale más que mil absurdos: Cardenal llamando nazis a los batasunos. Memorable. Ni Dadá, ni Godot, ni Beckett, ni Ionesco. Pero de dónde.
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