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Columna
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Oda al regreso

Atrapados por el oloroso jazmín, el silencio de piedra de un monasterio apartado o las glorias de Palladio en Vicenza, el ruido de este pequeño país se ensordece y el recuerdo nos lo entrega como un escándalo prescindible. Lejos de su círculo absorbente, la razón se explaya tranquila, requerida por los espacios de quietud que la vida, esta vida otra, le ofrece y el 'conflicto' entonces se nos muestra como lo que es, un despropósito cuya gratuidad se nos revela doblemente sangrante. Y nos preguntamos por la índole de la razón misma, capaz de distanciarse entre el aroma de los jazmines de un escenario dramático que había llegado a acotarla, guiarla, vampirizarla. ¿Qué hay de verdadero en lo que vivimos para que la belleza de una columna pueda expulsarlo al ámbito de lo exótico, convirtiéndonos en espectadores remisos de una tragedia que es la nuestra, aunque nos resulte ya ajena y casi incomprensible?

Un escándalo prescindible, decía, ¿pero lo es realmente? Cuando llega la hora del regreso, se nos impone el yugo de nuestra desdicha, ese nudo del que no podemos liberarnos y que es la tarea de nuestra vida, su sustancia. Y la calma reciente, esa otra vida de la que vamos desperezándonos, deja de ser la vida posible, real y nuestra hasta hace nada, y se nos convierte en un simple motivo, un recuerdo que cumplirá su misión de suavizarnos el tránsito hacia lo que, desgraciadamente, podemos empezar ya a considerar un destino.

Sin embargo, ¿no tenemos derecho a reclamar esa vida que se nos evapora, la de ayer mismo, ajena a la tragedia y que fue real y nuestra, como la vida verdadera, la que nos corresponde? Debiéramos al menos tenerla muy presente, como algo que se nos debe, para en su nombre exigir y rechazar. Para vomitar contra este desastre que nos envuelve y denunciar tanta irresponsabilidad que atenta contra nosotros mismos, contra esa vida entrevista, real y nuestra, que nos hizo considerar lejana y extraña la otra mientras deambulábamos por Vicenza y percibíamos que entre sus calles y nuestro corazón no había distancia, que ese momento de la ciudad era nuestra patria, porque de él emanaba una apetencia por la vida, y es ésta, y sólo ésta, nuestra patria verdadera. No me estoy refiriendo a la vida vegetativa, que es una abstracción cuando hablamos de seres humanos, sino al calor de un deseo, ése que toma cuerpo ya en el aullido con el que empezamos a vivir.

Pero nos encaminamos ahora hacia nuestro destino, y éste tiene sus exigencias, es de hecho una exigencia que cuestionará la validez de nuestra experiencia reciente, remitiéndola a los márgenes del sueño. ¿Debemos renunciar hasta ese extremo? Cuando nos enfrentemos de nuevo a la barbarie, ¿no habremos de enarbolar como testigo ese tiempo vivido y oponérselo cual una presencia viva y no como un tiempo muerto, como el tiempo de la resignación? Me pregunto si luchar contra la barbarie no implica luchar también contra su exigencia totalitaria de absorbernos como destino, si luchar contra ella no nos exige rechazar esta desventurada vida que nos impone y que agota en la lucha misma todas sus expectativas.

Sé lo difícil que es dar cauce al deseo cuando a éste lo circunda el terror y la supervivencia se convierte en la única meta posible. Es la situación en la que, conscientes de ello o no, nos hallamos no la mitad, como se afirma, sino la mayoría de los ciudadanos vascos. Tampoco ignoro que ésta mi invitación a la vida puede ser entendida como una apelación a la ceguera, al olvido, al mirar hacia otro lado. Y no. Lo que trato de reivindicar es la no renuncia a lo que ya casi estamos a punto de olvidar y que sólo se nos ofrece con intermitencias cuando nos alejamos de nuestro entorno cotidiano: el encuentro con nuestra intensidad expoliada. Algo que nada tiene que ver con el acomodo en el terror, sino con la inspiración más alta para acabar con él.

En esa noche estival en que las estrellas absorbían el salitre, en el silencio de un paseo por los jardines de Monticello, nos abordó de pronto el reconocimiento de una pérdida. Era el aroma de una felicidad casi olvidada que ya no sabríamos localizar, porque no era un recuerdo, sino su huella desfigurada. Pero era real y ansiamos lo que podría encerrar. Si nos es lícito hablar de una memoria prospectiva, que apunta hacia el futuro, esa huella feliz es su promesa y ha de ser un programa. Es por ella y con ella por lo que ha de merecer la pena luchar.

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