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Tribuna:EL MUNDO TRAS EL 11 DE SEPTIEMBRE
Tribuna
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Lo que EE UU ha aprendido y lo que no

Un año después del devastador atentado contra el símbolo de la hegemonía militar estadounidense en el Pentágono y los templos gemelos del capitalismo en el World Trade Center, los estadounidenses se enfrentan a una curiosa ironía: todo ha cambiado y nada ha cambiado. Para los que miran más allá de las porosas fronteras de Estados Unidos, todo ha cambiado: la interdependencia ha sustituido a la independencia, la soberanía política nacional ha cedido ante la soberanía económica global y la eficacia de las soluciones militares de una nación ha dado paso a la necesidad de soluciones sociales y económicas colectivas. Pero para los que todavía son incapaces de ver más allá del río Potomac, por no hablar de los océanos Atlántico y Pacífico, y esto desgraciadamente incluye a muchos en la Administración de Bush, nada ha cambiado: obra por tu cuenta, hazlo por la fuerza, ignora el sistema legal y cívico internacional en ciernes y haz valer la hegemonía estadounidense como si estuviéramos en 1945 (o tal vez en 1914) en vez de en 2002.

Esta ironía crea un dilema para los estadounidenses serios y para los amigos y aliados de Estados Unidos en todo el mundo que desean erradicar el terrorismo. Aunque haya una amplia y apropiada simpatía por los problemas del Tercer Mundo y los desafíos a los que se enfrenta el islam, en todas partes hay poca tolerancia hacia el terrorismo como instrumento de justicia y de reparación. Como demostró la coalición posterior al 11-S, naciones que por lo general no son muy dadas a consentir las acciones militares estadounidenses estaban dispuestas a apoyar una opción militar contra el Afganistán de los talibanes, así como a respaldar y participar en una fuerte campaña de los servicios policiales y de inteligencia contra el terrorismo en todo el mundo. Pero la suposición era que las acciones militares y policiales no serían sino el primer paso de una campaña de múltiples facetas para responder a los retos de la globalización. Lo que parecía que se exigía era una respuesta al terrorismo en sí y una respuesta al entorno global que alimentaba el terrorismo, porque ese entorno de desigualdad, dominación económica y agresivo materialismo laico era claramente desestabilizador para los países en vías de desarrollo y demasiado a menudo hacía que lo que llamábamos una lucha por la democracia pareciera a otros una batalla por la occidentalización y la hegemonía cultural. En un mundo en el que 50 países tenían rentas per cápita inferiores a 1.450 dólares al año, cerca de la mitad se hizo más pobre entre 1990 y 1999, y se volvió menos estable en ese proceso. La mayoría de los sociólogos estarían de acuerdo con Walter Laquer o Joseph Nye en que los Estados débiles y fracasados son el terreno de pruebas más fecundo del terrorismo.

En los meses que siguieron al 11-S, bajo la influencia de Colin Powell, la Administración de Bush hizo algunas concesiones importantes a la necesidad de cooperación y multilateralismo. EE UU pagó a las Naciones Unidas las cuotas que debía desde hacía más de una década, mantuvo conversaciones serias con amigos y aliados sobre las formas apropiadas de la acción multilateral y, el pasado febrero, en Monterrey (México), el presidente Bush se ofreció a aumentar la ayuda extranjera no militar estadounidense en un 50%. Dado que EE UU ha estado muy por debajo del 7% del PIB recomendado por las Naciones Unidas para la ayuda extranjera, esta oferta fue especialmente sorprendente. Pero al mismo tiempo, EE UU se retractó unilateralmente del tratado antimisiles, dio marcha atrás al respaldo de la Administración de Clinton a la Corte Penal Internacional (¡EE UU comparte la oposición a esa Corte con las naciones del eje del mal, Irak e Irán!), se declaró no ligado a la convención de Viena sobre Derecho de Tratados (que establece ciertas obligaciones de los países en virtud de tratados que todavía no han firmado), siguió negándose a firmar la Convención sobre Derechos de los Niños de 1989, se burló de la política de derechos humanos en su tratamiento a los sospechosos de actos terroristas y otros detenidos, persistió en su boicoteo al Tratado de Kyoto (a pesar del informe de una comisión presidencial nombrada por el propio Bush que reconocía la realidad del calentamiento global) y persiguió una estrategia cada vez más militante y unilateralista en Oriente Próximo, que no sólo ha obstruido las negociaciones entre israelíes y palestinos, sino que también -y mucho peor- ha amenazado a Irak con una guerra a pesar del hecho de que la Administración había reconocido que ese país no estuvo implicado en el 11-S.

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Inmediatamente después de los atentados del año pasado, el presidente Bush desplegó una comprensible retórica del 'mal' para condenar a los malévolos perpetradores y unir a la traumatizada nación estadounidense. Pero un día de necesaria retórica rápidamente se convirtió en una política exterior permanente de moralización y unilateralismo justicieros. El presidente parecía eximir a EE UU de las responsabilidades multilaterales normales y las obligaciones legales en el nombre de esta ira justificada. Llamar a los autores del 11-S villanos demoniacos podía encontrar eco en los indignados estadounidenses. Llamar eje del mal a Corea del Norte, Irak e Irán (los dos últimos enemigos mutuos desde hace tiempo) olía a demagogia y autojustificación e indicaba un imprudente desprecio por las finas distinciones que animan una política exterior coherente. Al fin y al cabo, Irán mismo era anti-iraquí, estaba alumbrando un movimiento democrático y de hecho ha cooperado a la hora de acorralar a terroristas del estilo de Al Qaeda (entregó a varios sospechosos a los saudíes este pasado verano). En realidad, decirle al mundo que está con nosotros o contra nosotros -¡no se permiten posiciones intermedias!- insinúa no una nueva voz de cooperación, sino un eco de la voz largamente silenciada de los grandes guerreros fríos como John Foster Dulles y el senador Joe McCarthy.

En resumen, si todo ha cambiado para la mayoría de los estadounidenses, demasiado poco ha cambiado para George W. Bush. Responde a los desafíos del 11-S ignorando sus lecciones más evidentes. Para gran parte del mundo, la interdependencia se había convertido en una realidad ineludible en algún momento del último siglo, cuando dos guerras mundiales y la destrucción de Europa y Japón habían dejado claro que el viejo sistema del Estado nación ya no era un cimiento fiable para la paz y la seguridad, y que el destino de los pueblos del mundo se estaba convirtiendo en un único destino común. Hacia la década de los sesenta, incluso en EE UU la conjunción del cambio ecológico, tecnológico y económico había hecho a los norteamericanos dependientes de lo que sucediera en otras partes del mundo hasta un punto que contradecía la orgullosa historia estadounidense de 'independencia' y supuesto aislacionismo. Los acontecimientos del 11-S convirtieron la interdependencia teórica en una realidad práctica irrefutable. Los brutales terroristas de Al Qaeda nos habían enseñado algunas lecciones duras: que los militares americanos no habían podido proteger ni siquiera su propia base militar central; que la encomiada economía estadounidense podía quedar devastada por un único y catastrófico acto terrorista; que EE UU era más vulnerable desde 'dentro' que desde fuera, desde abajo así como desde arriba; que las 'fronteras soberanas' ya no eran relevantes; que el enemigo podía triunfar a pesar de su debilidad utilizando los puntos fuertes de Estados Unidos, sus propias herramientas, como armas terroristas: sus aviones, su sistema financiero y de crédito, sus instituciones de enseñanza y formación, sus pasaportes y permisos de residencia. Al ignorar estas lecciones, el presidente Bush parecía a veces un poco necio. Cuando anunció en los días posteriores al 11-S que EE UU actuaría contra 'cualquier Estado que acogiera a los terroristas', ¡algunos estadounidenses pensaron que Nueva Jersey y Florida podrían tener que ser los primeros blancos del presidente!

La cuestión para Estados Unidos no es moral: lo que el presidente debería haber aprendido es práctico, no teórico. Puede que EE UU tenga derecho a atacar cualquier nación asociada con el terrorismo o la amenaza del terrorismo, y ciertamente puede actuar para defenderse unilateralmente si así lo desea. Tampoco es una cuestión legal en el sentido formal: como dijo una vez un famoso jurista, la Constitución estadounidense no es un pacto de suicidio. Lo mismo puede decirse del derecho internacional. La verdadera cuestión es pragmática: ¿funcionará realmente un unilateralismo moralizador? La respuesta es no. La Administración de Bush sufre no de un exceso de rectitud, sino de una falta de buen sentido táctico y estratégico. Justificable o no, consolador o no, el unilateralismo no puede ser eficaz en un mundo de interdependencias. Incluso hace 200 años, al escribir la Declaración de Independencia, Jefferson apeló a la necesidad de mostrar un 'respeto decente por las opiniones de la humanidad'. Ese respeto difícilmente se percibe en el punto de vista (captado en las aprobadoras palabras del analista conservador Charles Krauthammer) de que 'si los europeos se niegan a verse como parte de esta lucha , bien. Si desean abdicar, bien. Les dejaremos que nos sostengan el abrigo, pero no que aten nuestras manos'. Este lenguaje no es meramente imprudente y poco diplomático, sino, como base de una política, desastroso. Porque ignora el carácter interdependiente del reto del terrorismo.

Los terroristas lo entienden demasiado bien, y emplean la anarquía y las dependencias del sistema internacional en su provecho. Puede que la ironía más preocupante de este primer aniversario del 11-S sea que los terroristas tienen una mejor percepción de las realidades de la interdependencia que Estados Unidos. Entienden que forman parte de una infraestructura internacional que ninguna nación -por muy poderosa que sea- puede controlar por sí sola. Saben que no corren riesgo sólo porque los Estados 'anfitriones' que están utilizando sean atacados y destruidos; porque el terrorismo incluye organismos mutables, móviles y flexibles que no tienen una patria concreta. Pueden establecerse en y entre sus enemigos (en Pakistán o Egipto o Alemania o Florida). Si les erradicas de Afganistán, reaparecerán en Indonesia o en Sudán o en Filipinas; o pasarán desapercibidos, fundiéndose entre la gente de su misma etnia (como los talibanes supervivientes en Afganistán) o explotando el multiculturalismo de sus adversarios (como es posible que estén haciendo inmigrantes o trabajadores extranjeros en Marsella o en Nueva York).

La interdependencia significa que el terrorismo no puede ser decapitado: porque es un sistema cuyas conexiones son más críticas que sus células constituyentes. Por cada terrorista detenido o muerto, hay docenas esperando entre bastidores, y la muerte del primero es meramente otro incentivo para los que vienen después. Aunque los horrores de Palestina no hayan demostrado nada más, esto sí que lo han demostrado. Débil en sí mismo, el terrorismo está arraigado en la fuerza del sistema de sus adversarios, y cuanto más fuertes se vuelven los adversarios, más eficaz es su poder. La fuerza del sistema de Occidente radica en sus tecnologías de transporte y telecomunicaciones y créditos financieros, y la infraestructura de interdependencia que éstas producen. Pero son precisamente estas tecnologías las que hacen que la infraestructura sea vulnerable a la acción terrorista. De hecho, la interdependencia de la que el terrorismo se aprovecha es la virtud esencial de la civilización moderna. Abjurar de esa virtud proclamando la independencia unilateralista y la autonomía soberana permite de hecho que los terroristas ganen, haciendo que los socios nuevamente interdependientes se replieguen en una falsa soberanía que no puede protegerles verdaderamente. La pretensión de soberanía a la que apela la Administración de Bush ha sido traicionada hace tiempo por el VIH, el calentamiento global, la mano de obra emigrante, la MTV, los mercados globales, la inmigración, las películas de Hollywood y el libre movimiento del capital financiero, junto con las drogas, el petróleo y el crimen.

Estados Unidos no ve que los tratados internacionales que se niega a firmar, la Corte Penal que se niega a reconocer, el sistema de Naciones Unidas que se niega a apoyar, son esfuerzos por desarrollar un nuevo contrato social global para contrarrestar la anarquía de la globalización que explotan los terroristas depredadores y el sistema financiero en constante expansión. El desprecio estadounidense por estos esfuerzos revela una estrategia que refuerza la anarquía global en el nombre de preservar la soberanía nacional. ¿Dónde estaba la soberanía estadounidense el 11 de septiembre de 2001? Al parecer ya era una víctima de la interdependencia en la que los terroristas se apoyaron aquella desgraciada mañana. Inmediatamente después, el presidente Bush insistió en que ya era hora de que el mundo se uniera a EE UU. Pero la verdadera lección del 11-S fue que ya era hora de que EE UU se uniera al mundo.

La interdependencia es el verdadero reto al que se enfrenta EE UU en la actualidad. Hace 200 años, 13 colonias inglesas declararon su independencia, no sólo de la monarquía inglesa, sino también de la esclavitud ante cualquier poder que les robara sus derechos. Pero hoy, después de dos siglos de independencia, el mandato de la autonomía soberana ha expirado, para los poderosos no menos que para los débiles. El estar solo ya no equivale a ser fuerte, actuar en solitario ya no es un signo de soberanía, sino de impotencia. La interdependencia es la nueva e ineludible realidad, y las naciones fuertes saben que su poder se ve reforzado, y no disminuido, por la cooperación y el interés mutuos. Los derechos de los pueblos ya no están asegurados nación por nación: o todos disfrutan de esos derechos, o ninguno. Ésta fue la lección que Europa aprendió de forma difícil en el último siglo, y en Europa, en la actualidad, los únicos que creen que sus grandes naciones son más fuertes fuera de Europa que dentro de ella son una minoría de nacionalistas anacrónicos en algunos rincones de Francia, Alemania e Italia. Del mismo modo que las 13 colonias abandonaron con el tiempo los Artículos de la Confederación por una unidad federal más fuerte que daba a cada una el poder de todas, EE UU debe abandonar ahora su lealtad a una independencia fraudulenta y participar del poder compartido de la interdependencia real.

La necesidad y la consolidación de los derechos hoy en día exigen una nueva Declaración de Interdependencia tan ciertamente como la necesidad y la consolidación de los derechos en el siglo XVIII exigían una Declaración de Independencia. Reconocer la interdependencia significa reconocer el carácter sistémico del reto del terrorismo y el carácter necesariamente sistémico y cooperativo de las respuestas eficaces. Significa aceptar que el terrorismo, por muy maligno que sea, está arraigado en un contexto global más amplio de interdependencia. Significa entender que las madrasas que difunden el odio en Afganistán, Pakistán, Egipto y otros lugares, florecen porque hay muy pocas escuelas públicas alternativas; entender que los líderes terroristas, al igual que los cuadros revolucionarios tradicionales, pueden ser gente culta, pero hablan para, y dependen de, la rabia y la desesperación de los ignorantes y los que carecen de derechos. Significa ver que es más barato educar a un niño y ofrecer un trabajo decente que perseguir y asesinar al niño -convertido en terrorista- que no tiene ni formación ni trabajo, o demasiada formación y muy pocas oportunidades de tener un puesto de trabajo o de ser un ciudadano. Es comprender que para silenciar el fundamentalismo tiene que haber un pluralismo global verdadero, espacio suficiente para las muchas voces de la religión y la fe.

De hecho, entender totalmente la interdependencia es aceptar la ironía más exasperante de la modernización: que los propios éxitos del agresivo materialismo laico y del McMundo a la hora de ayudar a las sociedades islámicas y del Tercer Mundo a menudo son motivo de rencor, tanto como los fracasos del capitalismo de mercado para tratar justamente a los pueblos del Tercer Mundo e incluirlos en el futuro global. El dilema de esta nueva era de interdependencia es cómo responder a una madre musulmana que teme a la vez que su hijo se quede fuera del milagro de la economía global moderna y muera en la pobreza y la vergüenza, y que su hijo sea incluido en el milagro de la economía global moderna y viva en la corrupción moral y la degradación espiritual. Los terroristas han crecido moviéndose en los intersticios de este desgarrador dilema, en el que la desesperación por ser excluido (las injusticias globales del McMundo) se mezcla con la rabia por ser incluido (el imperialismo cultural del McMundo).

El liderazgo estadounidense, esencial para una respuesta adecuada a estas contradicciones que engendran violencia, exige la interdependencia estadounidense, su asociación y su multilateralismo. La soberanía que hemos perdido dentro del viejo y descapacitado sistema del Estado nacional sólo puede ser resucitada dentro de una nueva sociedad civil global en la que EE UU comparta sus puntos fuertes y sus virtudes con las de los aliados y amigos que contribuyeron a forjarlos y reparta su generosidad y buena fortuna con aquellos a cuyo pesar fueron ganadas. Ésta es la verdadera lección del 11-S. No sabemos si el presidente Bush llegará o no a comprenderla con el tiempo: pero hasta que Estados Unidos no tenga un Gobierno que lo haga, no habrá una victoria a largo plazo en la guerra contra el terrorismo. El eje del mal sólo será superado cuando se rompa el eje de la desigualdad. Al final, EE UU triunfará sólo si la democracia triunfa en todas partes.

Benjamin R. Barber es ensayista y profesor de la Universidad de Maryland; autor, entre otros libros, de Un lugar para todos: cómo fortalecer la democracia y la sociedad civil.

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