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Crítica:CRÍTICAS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Magnífico reencuentro

Es un misterio por qué y cómo funcionan por decreto en el cine algunas combinaciones de sensibilidades -generalmente en dúo, una situada delante y otra detrás de la cámara, una dirigiendo y otra interpretando- que sólo se comportan así, con tan fuerte comodidad, cuando hacen su trabajo juntas y luego, cuando se mueven por separado y en otras coordenadas, parecen tocar otras cuerdas, no mejores ni peores, sino distintas.

Y eso es lo que parece que ocurre entre el director francés Manuel Poirier y el actor español Sergi López, que se dieron a conocer al mismo tiempo, en un espléndido trabajo conjunto, aquel inolvidable Western rodado hace cosa de una década en las carreteras francesas. Y ahora ambos vuelven a encontrarse en La curva de la felicidad, una película muy porosa y viva, en la que repiten la hazaña de lograr de nuevo una perfecta conexión entre ambos, con ecos no buscados, pero audibles, de aquel primer buen engarce de sus talentos.

LA CURVA DE LA FELICIDAD

Director: Manuel Poirier. Intérpretes: Sergi López, Marilyne Canto, Sancha Bourdo Educador, Jean Jacques Vanier, Serge Riaboukine, Gemma Guilemany. Género: Comedia, Francia / España, 2002. Duración: 120 minutos.

Asistimos de nuevo a los tiempos calmosos de la secuencia de Poirier, en los que se mueve a sus anchas Sergi López, que lleva a cabo una composición llena de simplicidad aparente, pero en realidad repleta de luminosos recovecos, pues propone, con magnífico dominio del matiz y de la sugerencia, el subsuelo y las trastiendas olvidadas de un hombre común, un tipo normal, un apacible padre de familia de la burguesía media francesa, al que de pronto le cae encima algo que rompe esa normalidad, la llamada de una ex novia suya que pone bruscamente ante él la existencia, y la custodia, de una hija cuya existencia ignoraba. Y los andamios que sostienen la fachada de este buen hombre común se tambalean bajo el peso de este brote no común del pasado.

Tacto exquisito

Poirier tiene un tacto exquisito para darnos a conocer, sin caer en lo obvio, a gentes y a conductas que ya conocemos; y así nos hace vivir como si fueran inéditas situaciones que hemos vivido o conocido. Y conmueve y emociona sin dar énfasis a la imagen, con elegante prosa cinematográfica, ajena a todo efectismo y a todo subrayado. En la escena en que Sergi López conoce a su niña, asistimos a un vuelco cordial, a un giro dramático, sin vuelta atrás, de la existencia de un hombre. Es un grave suceso representado sin la más mínima llamada a la gravedad gestual, de manera que, con un alarde de naturalidad, nos hace asistir a una situación de puro melodrama resuelta sin el menor patetismo. Hay transparencia en su mirada y Sergi López potencia, incluso multiplica, con sus peculiaridades interpretativas, las peculiaridades del director francés. Y una escena de melodramón de orfandad y de abandono es resuelta así como un toque de llana y amistosa comedia de la vida cotidiana.

Hay verdad en el discurso cinematográfico de Poirier, pero a ratos cae en la dispersión, lo que resta alguna intensidad a la construcción del relato. Como hizo en Western, se muestra en La curva de la felicidad con un punto de exceso en la medida de los tiempos. Peca de caída en la dilatación innecesaria, en gusto por lo expansivo; y se va por las ramas, es amigo del circunloquio, tiende a no ir recto al grano y a dar algunas vueltas innecesarias alrededor del meollo, antes de, por fin, abordarlo de lleno y dar lecciones de buen cine.

Y esto frena la eficacia de La curva de la felicidad en su zona intermedia, aunque al poco Poirier y su estupendo reparto vuelven a agarrar con firmeza las riendas del buen ritmo y logran el prodigio de representar con la sustancia más turbadora de la vida cotidiana, el no suceder nada como forma honda de suceso, el tedio como aventura. Y el filme se desvía con gracia y energía hacia su magnífica zona de desenlace, donde nos hace percibir un pesimismo libre y hermoso, porque está resuelto con ternura y generosidad, con algo que se parece a la percepción de que, aunque la vida duele, merece la pena vivir su dolor.

Y la maravillosa escena de la conversación de Sergi López con un desconocido en una barra, durante un baile de vecindad, revienta de concisión, de originalidad y de capacidad redentora de las miserias del paso hueco e insustancial de los días, esa sensación de flotar en la nada que hay detrás de lo que llamamos curva de la felicidad, a ratos convertida en recta de infelicidad.

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