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Columna
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Un lince, 20 pesetas

La 2 de Canal Sur volverá a emitir el próximo domingo, en Espacio protegido, el documental de José M. Montero y Charli Guiard sobre los antiguos moradores de Doñana. Si no lo vieron la primera vez, no se pierdan ahora esta lección de antropología y de historia, que falta hacía. Aunque Doñana no acabará nunca de enseñarlo todo, por más que se sienta en peligro. Este mismo verano no ha dejado de emitir sus más inquietantes señales sobre linces en extinción, festejos religiosos -cada vez más primitivos-, carreteras y multitudes agosteñas. Todo en litigio y amalgama, perfectamente incomprensibles.

Dado que se halla en los confines del hombre, de la naturaleza y de la historia, Doñana es como un relato circular; y la fascinación que ejerce, una suerte de melancolía incurable. Lo mejor es alejarse. Pues como vuelvas, te atrapará otra vez. No sé si siguiendo inconscientemente esa precaución, ya hacía tiempo que no iba por allí. Pero en junio cedí a la invitación de dos grandes artistas cubanos, Jorge Camacho y su angelical esposa, Margarita, que han acabado instalándose en una casa medio perdida por los umbrales de la marisma. (Para los no iniciados, se trata de la histórica pareja que aparece en la película Antes que anochezca, salvando clandestinamente los originales de Reinaldo Arenas; disidentes de Castro y de la mugre cubana de Florida, a riesgos iguales). La ocasión era ver la saca, un espectáculo de índole mitológica del que sólo tenía noticias de oficio. La realidad fue muy superior a todo lo descriptible. Hasta mil quinientos ejemplares, conducidos de un lado a otro de las marismas por caballistas de toda edad -muchos adolescentes hacen aquí su rito de iniciación-, a golpe de chivata -vara larga- y con tremendas y eufóricas voces. Su significado, incalculable: una especie de derecho consuetudinario de los almonteños a extraer de los pastos, antaño libres de Doñana, ese peculiar aprovechamiento, las yeguas semisalvajes y sus crías. Puro ejercicio de propiedad colectiva, y de afirmación grupal, no regulado en parte alguna, con el que la gente común hace valer sus raíces anteriores a los señoríos del territorio, la nobleza cinegética. La pregunta es por qué, por qué precisamente ahora crecen tanto estos fenómenos, incluidos los desbordamientos de una religiosidad más que pagana. Demasiado para una columna.

Poco después, ya atrapado y con la memoria extasiada en las imágenes de aquel fabuloso tropel, volví a la aldea, para asistir la première de la película de José María Montero. A partir de una filmación de los años cincuenta, del naturalista noruego Per Host, aparecen en pantalla los asombrados guardas de este territorio insondable, y sus familias, los verdaderos sabedores de ese mundo; de los señoríos semifeudales que eran en realidad las fincas de Doñana cuando aparecimos por allí, democracia en ristre, un puñado de ilusos expropiadores, en nombre del bien común, año 77. Ahora hemos sabido que hasta los primeros 60, por lo menos, los grandes terratenientes pagaban un extra a aquellos hombres taciturnos por determinadas capturas, dañinas para su entretenimiento: un cernícalo, 3 pesetas; un milano, 5; un águila imperial, 10; un zorro, 15. Por un lince..., 20 pesetas. Lo demás fue silencio.

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