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Columna
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Secuelas de Goya

Con obras cedidas por el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba, se muestran en la sala de exposiciones de la Fundación BBK (Gran Vía, 32) una treintena de obras de Eugenio Lucas y su hijo. Al desigual pintor madrileño Eugenio Lucas (1817-1870) le apodaron 'el pequeño Goya' porque, entre otros méritos, fue muy grande la influencia que ejerció sobre su pintura el genial aragonés. En efecto, lo mismo en cuanto a los temas como a la factura de los cuadros, toda su obra corresponde al más puro estilo goyesco. La emulación -no sabemos si convenía mejor decir imitación- es notoria. Las obras de Eugenio Lucas escenifican el mundo de las majas con sus galanes, la España negra y profunda, sin dejar de lado el ardiente espectáculo de los toros (en plazas o en campo abierto), tan del gusto de Goya.

Que es un pintor desigual lo comprobamos en tres cuadros de pequeño formato, fechados en la misma época, 1855. En el titulado La escuela los matices del claroscuro están perfectamente expresados, con un fondo claro, donde lo desdibujado resulta muy sugerente. Por el contrario, en los otros dos, cuyos títulos son Oyendo misa y El tablado, las pinceladas son toscas y abocetadas, sobre un fondo de socorrida penumbra. Los dos son muy pobres en términos pictóricos comparados con el otro. A un lado lo plástico, en esa pareja de cuadros destacamos el estudio sociológico que se desprende de sus temas. Por ejemplo, el hecho de que siendo diametralmente opuestos entre sí las actitudes anímicas de las gentes cuando asisten a la iglesia o al tablao, es idéntico su idólatra ardor y reverenciado fervor tanto hacia el Dios inmanente como hacia el actuante de turno.

Otros dos cuadros nos pueden servir para comparar secuencias distintas de elementos iguales. Si tomamos la obra Majas en un balcón, de 1852, observamos cómo destaca en ella el cuidadoso tratamiento que hace de los brocados y tocados de las mujeres, las capas y pañuelo de batista, incluidos. Todo está sujeto, adosado, impregnado inherentemente a los cuerpos de las protagonistas. Pues bien, en el cuadro La capa roja, de 1867, esos elementos se han tratado con pinceladas sueltas y desechas, lejos de los cuerpos, en una suerte de cohetería artificiosa. Claro que si en esto pierde su parte de calidad, lo gana a la hora de pintar determinados rostros -en especial los de los hombres-, trabajados con densidad y hondura.

También se hace acreedor de su condición de pintor desigual si reparamos en lo que respecta a las manos. En el cuadro Majas en un balcón se exhiben algunas manos diestramente pintadas, junto a dos de ellas que dan grima verlas. Nos referimos a la mano que blande un abanico y a la sonrosada mano que le sirve a una jovencita -la única del cuadro- para posarla sobre su no menos sonrosado mentón. En el otro cuadro, La capa roja, un dedo índice marcado hacia arriba, no puede corresponder anatómicamente al resto de los dedos de esa mano. Es imposible, salvo que sea de goma...

El cuadro La plaza partida (1853) destaca por su original componente espacial. Es una pieza costumbrista, con esa muchedumbre abultada conformante del llamado majismo. Su luminosidad resulta esplendorosa.

La obra titulada Gran corrida de toros y cucaña (1856) posee una solventísima entidad. Dibuja una escena dura y cruenta. Acertadas luces, briosos los ritmos, todo un acierto el tratamiento del color.

En cuanto al hijo del pintor, está sujeto al magisterio de su padre y al posgoyismo. Molestan sobremanera esas florecillas superficiales que van en zonas bajas de las libreas de los caballeros. Son pegotes prescindibles, efectismo barato. Destacamos sus obras tituladas Misa en las ruinas de Zaragoza y Escena del Dos de Mayo, sin fecha. Es curioso, las obras del padre llevan fecha y las del hijo, no.

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