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Los confines de la ciudad

En un artículo reciente, Oriol Bohigas, reflexionando sobre la evolución urbanística de Barcelona, propugnaba la conveniencia de un cierto retorno al modelo de ciudad amurallada. Ante la tendencia a la dispersión de la urbanización y los costes ambientales, económicos y sociales que comporta, decía Bohigas, hay que definir, de forma urgente, los límites de la ciudad. Con esta formulación el arquitecto barcelonés viene a poner sobre la mesa una vez más -de forma lúcida y provocativa- la cuestión de los confines de Barcelona. Se trata de un debate necesario que, a nuestro entender, debe ser afrontado en su doble vertiente urbanística y política.

Veamos, en primer lugar, la cuestión desde el punto de vista físico. Como es bien sabido, la ruptura de la distinción taxativa entre el espacio urbano y el campo circunstante adviene con el derribo de las murallas, que, en el caso barcelonés, se lleva a cabo en la segunda mitad del siglo XIX. El cinto de muros que la ciudad había ido ampliando sucesivamente a lo largo de su historia -'tres voltes te'l cenyires, tres voltes lo trencares', dirá Verdaguer- cae entonces definitivamente y la urbanización inicia la conquista del llano. Se acababa así, también para Barcelona, lo que De Seta y Le Goff, en su monumental estudio La città e le mura, llamaron 'el diálogo secular entre la ciudad y su muralla'.

Sin embargo, durante los primeros cuartos del siglo XX, la ciudad era todavía un espacio claramente diferenciado: un coágulo de actividades secundarias y terciarias, y de alta densidad residencial, en un mar de ruralidad. Pero en los últimos 30 años los nuevos medios de transporte, la difusión de las formas de vida urbana, la transformación del sistema productivo y los precios inmobiliarios se han aliado para difuminar más y más aquella distinción. Y así, hoy, la diferencia entre espacio urbano y rural se desvanece. Esta evolución nos ha dejado un legado indiscutiblemente positivo. 'Cal que tot Catalunya sigui ciutat', clamaba Pau Vila en los años treinta. Pues bien, pese a que subsisten importantes diferencias en el acceso a la renta y los servicios, hoy podemos afirmar que Cataluña es ciudad.

Ahora bien, estos avances han ssupuesto costes muy altos, que podrían llegar a ser insostenibles. En efecto, la Administración se ha mostrado incapaz de encauzar y orientar de manera efectiva los procesos urbanísticos asociados a la integración territorial. Así, mientras que la recalificación de las ciudades metropolitanas medianas y grandes ha cosechado importantes éxitos, no se ha podido -o no se ha querido- atajar la dispersión de la urbanización, con sus conocidas secuelas: la ocupación rapidísima de suelo, la exacerbación de la movilidad, el aumento de los costes energéticos, los problemas del ciclo hídrico y la segregación de los grupos sociales sobre el territorio. Secuelas que pueden poner en peligro la viabilidad de la entera ciudad metropolitana.

Para hacer frente a estos problemas es necesario limitar la extensión física de la urbanización: definir claramente el espacio urbano y apostar por la recuperación y la recalificación de la ciudad construida en vez de consentir la expansión indiscriminada e informe (que supone de hecho la negación de la ciudad). Ahora bien, para establecer estas nuevas murallas normativas hay que asumir decididamente la condición metropolitana de Barcelona: si quisiéramos librar la batalla por la compacidad exclusivamente a partir de la ciudad central la presión sería tan intensa que comportaría nuevos problemas de funcionalidad y de exclusión. Sólo una red metropolitana de ciudades, caracterizadas cada una de ellas por su calidad, por su compacidad física y por la accesibilidad, puede dar respuesta a los retos de la dispersión urbana. Éste debería ser el objetivo central del Plan Territorial Metropolitano que los sucesivos gobiernos de CiU se han mostrado incapaces de hacer avanzar.

El asunto de los límites físicos es indisociable de la cuestión de los confines administrativos. Hace más de un siglo, el derribo de las murallas y la construcción del Eixample fueron seguidos de la agregación de los municipios vecinos a Barcelona. Del mismo modo, el salto de escala de los últimos años reclama una revisión urgente de la gobernación metropolitana.

Una reforma que no debe pasar, obviamente, por la fusión de los 163 municipios de la región metropolitana, sino por configurar un sistema de gobierno equilibrado, representativo y eficiente. Conseguirlo no será fácil. Primero, habrá que vencer la resistencia de la derecha catalana, que, cegada por el sectarismo, ha olvidado las enseñanzas de Prat de la Riba ('trabajar por Barcelona es trabajar por Cataluña'). Una vez superado este obstáculo, habrá que evitar caer en la megalomanía o en posiciones estrictamente defensivas.

La megalomanía nos llevaría a afirmar que puesto que toda Cataluña forma cada vez más un sistema urbano integrado, el ámbito adecuado para su gestión metropolitana barcelonesa es Cataluña misma. Es un argumento difícilmente compatible con la voluntad de articulación política del Camp de Tarragona o de las comarcas gerundenses, y no considera que este 10% del territorio de Cataluña en el que viven más de dos tercios de la población requiere un tratamiento específico para su problemática de transporte, vivienda, energía y medio ambiente. En cambio, la prudencia excesiva nos llevaría a definir un ámbito metropolitano demasiado reducido, encastillado en el territorio de la antigua CMB. Los municipios de este ámbito central han conseguido mantener vínculos de cooperación y solidaridad durante más de 25 años y requieren financiación específica para algunas cuestiones. Pero, sin menoscabo de la continuidad de estos vínculos, la gestión del transporte o el planeamiento territorial es hoy impensable sin Mataró, Mollet, Terrassa, Sitges o Vilafranca.

Puesto que la gestión del corazón urbano de Cataluña ha ser un empeño conjunto de la Generalitat y la Administración local, habrá que reforzar y crear consorcios y otros organismos de colaboración. Encontrando sus límites, la ciudad vencerá sus limitaciones.

Una reforma que no debe pasar, obviamente, por la fusión de los 163 municipios de la región metropolitana, sino por configurar un sistema de gobierno equilibrado, representativo y eficiente. Conseguirlo no será fácil. Primero, habrá que vencer la resistencia de la derecha catalana, que, cegada por el sectarismo, ha olvidado las enseñanzas de Prat de la Riba ('trabajar por Barcelona es trabajar por Cataluña'). Una vez superado este obstáculo, habrá que evitar caer en la megalomanía o en posiciones estrictamente defensivas.

La megalomanía nos llevaría a afirmar que puesto que toda Cataluña forma cada vez más un sistema urbano integrado, el ámbito adecuado para su gestión metropolitana barcelonesa es Cataluña misma. Es un argumento difícilmente compatible con la voluntad de articulación política del Camp de Tarragona o de las comarcas gerundenses, y no considera que este 10% del territorio de Cataluña en el que viven más de dos tercios de la población requiere un tratamiento específico para su problemática de transporte, vivienda, energía y medio ambiente. En cambio, la prudencia excesiva nos llevaría a definir un ámbito metropolitano demasiado reducido, encastillado en el territorio de la antigua CMB. Los municipios de este ámbito central han conseguido mantener vínculos de cooperación y solidaridad durante más de 25 años y requieren financiación específica para algunas cuestiones. Pero, sin menoscabo de la continuidad de estos vínculos, la gestión del transporte o el planeamiento territorial es hoy impensable sin Mataró, Mollet, Terrassa, Sitges o Vilafranca.

Puesto que la gestión del corazón urbano de Cataluña ha ser un empeño conjunto de la Generalitat y la Administración local, habrá que reforzar y crear consorcios y otros organismos de colaboración. Encontrando sus límites, la ciudad vencerá sus limitaciones.

Oriol Nel.lo, profesor de la UAB y diputado del Grupo PSC-Ciutadans pel Canvi.

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