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Columna
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Ecuatorianos

No mide más de metro y medio. Se acerca suavemente sin apenas ruido y exhibiendo un apocamiento que resulta entrañable. Tiene la apariencia de una niña a la que han puesto prematuramente la cofia y el delantal. Cuando pregunta qué deseamos tomar siempre trato de buscar alguna excusa para cruzar cuatro palabras con ella, una conversación elemental que su timidez patológica convierte en un esfuerzo casi sobrehumano. Gracias a él sé que tanto ella como su compañera, una chica aún más parca en palabras, proceden de un pueblito con veinte casas, una aldea próxima a Riobamba en el corazón de Ecuador.

He de reconocer que me encantan los ecuatorianos. Me encanta su sencillez, su educación y su digna humildad. Y me gusta especialmente cómo hablan. Es realmente asombroso el orden y la corrección con que manejan el castellano que aquí destrozamos inmisericordes. Nunca se comen las palabras y su vocalización exquisita logra una sonoridad que daría sopas con ondas al verbo de muchos de nuestros parlamentarios.

En los últimos dos años el flujo de ecuatorianos ha crecido tan espectacularmente que en la actualidad los ciudadanos de ese país suman el 30% de los inmigrantes que residen en Madrid. Para que se hagan una idea del alcance de esta progresión sólo en el último año la población ha crecido casi un 60% y ahora mismo cuatro de cada cien personas que viven en la capital nacieron en Ecuador.

Un muchacho con el pelo cortado a la taza me viene a colgar unos cuadros al despacho. Tendrá 22 años, pero conserva también la cara de niño. Me dice que es de Guayaquil y que ya lleva cerca de cinco años viviendo con sus tres hermanas en un piso del barrio de la Concepción. Quinientos cincuenta euros pagan, me dice, por el alquiler de la casa y con lo que ganan entre los cuatro consiguen mandar cerca de 700 todos los meses a su madre. Eso en Ecuador es el sueldo íntegro de cinco personas, una auténtica fortuna que les permitirá volver algún día. Esta gente quiere a su país, hablan maravillas de sus playas, de su naturaleza y de la vida pausada que dejaron atrás para incorporarse a nuestra vorágine urbana. En eso me recuerdan mucho a los inmigrantes españoles que se repartieron por Europa en los años sesenta, aquellos que siempre estaban con España en la boca y no parecían tener otro credo que el ansiado retorno. Por sus maneras creo que no ha colgado un cuadro en su vida, pero está claro que tiene la disposición de hacerlo como un profesional de la decoración. Su arma es el tiempo, no le importa echar la tarde con tal de que no queden los marcos descuadrados o desconchar la pared. Mientras toma cuidadosamente medidas le doy conversación. Él me cuenta que Madrid es para ellos un destino ideal. Que gracias al convenio bilateral entre España y Ecuador vienen sin mayor problema con un visado de turista de tres meses y que enseguida encuentran trabajo. Dice que son buenos albañiles y que, aunque la ciudad es grande y compleja, tampoco se les da mal la mensajería. Para las chicas hay también mucha oferta en el servicio doméstico y en la hostelería a pesar de que la mayoría al principio están bastante verdes y apenas si saben dónde va la cuchara y dónde el tenedor. Son deficiencias de formación que solventan en poco tiempo. No se molesta cuando le digo que como buenos hijos del trópico son algo huevones y es evidente que casi todos vienen con ganas de trabajar y no dar ni tener problemas. Esto es algo más que una impresión personal, es una afirmación que se sustenta con datos estadísticos. Siendo el colectivo de inmigrantes más numeroso de nuestra región son los que porcentualmente menos representantes de su nacionalidad tienen entre la población reclusa.

Generalmente son muy familiares y enormemente sociales si bien esa timidez que les caracteriza acentúa la tendencia a relacionarse básicamente entre ellos. Todos los sábados, más de dos mil ecuatorianos se reúnen en el parque del Oeste para charlar y tomar algo juntos. Al principio jugaban también al voleibol, deporte muy popular en su país, hasta que la policía municipal puso coto a esa actividad. No hubo mayores problemas. En términos generales, los ecuatorianos conforman un modelo de respeto y de convivencia para la inmigración. Un buen ejemplo para otros colectivos.

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