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Columna
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Empresarios descreídos

Siempre he tenido la sensación de que buena parte del empresariado andaluz -al menos, la parte más visible- tenía escasa fe en el mercado. Barruntaba, más bien, que su fe estaba en las subvenciones; es decir, en el intervencionismo público, siempre y cuando, naturalmente, la intervención se haga a su favor.

No sé de dónde me podía venir este prejuicio. Quizá se basaba en las decenas de conversaciones que he tenido que aguantar durante los trayectos del AVE o en el Talgo Málaga-Madrid. Inevitablemente, terminaba comparando estas charlas con las que se suelen escuchar en la sala de espera del puente aéreo Madrid-Barcelona: mientras que en el puente aéreo se habla siempre de clientes, los protagonistas de las conversaciones oídas en nuestros rápidos ferrocarriles suelen ser anónimos personajes de cuyo poder dependen unos negocios que uno imagina ligados a subvenciones, concesiones o licitaciones públicas.

Por supuesto, soy consciente de que estas observaciones mías carecen de valor y no son sino una pobre manifestación de sociología recreativa, pero me siento con derecho a hacerlas aunque sólo sea por sacar provecho a las muchas horas que he echado a perder por culpa de las indiscretas conversaciones que nuestros aguerridos ejecutivos mantienen a voz en grito a través de sus teléfonos móviles.

Hechas estas salvedades, confesaré que la manera de hacer negocios de nuestros ejecutivos quizá no sea demasiado moderna, pero sí tiene que ser divertida. He llegado a esta conclusión después de observar con qué poco brío festejan los del puente aéreo sus conquistas de clientes. Sin embargo, la alegría de los nuestros cuando apalabran un asunto es desmesurada. No digo que sea orgásmica, porque le quitaría importancia. Debe de ser mucho más: algo así como un gol en el último minuto en un encuentro de esos que llaman de máxima rivalidad. El vocabulario que usan es equívoco, pero resulta más futbolístico que otra cosa. Jamás olvidaré a un tipo que me tocó al lado en un viaje Sevilla-Madrid. Nada más sentarse, marcó un número y berreó: 'Manolo, se la hemos metido. Voy para allá'. Memorable.

En fin, creía que esta desconfianza de nuestros empresarios hacia el sacrosanto mercado era cosa mía. Pero no, hace poco he salido de dudas y me consuela saber que la sociología recreativa puede llevarte a conclusiones acertadas.

Al anunciar que el mes que viene pedirá a la Junta una moratoria en la construcción de hoteles, la patronal andaluza ha protagonizado la noticia más curiosa del verano. Es paradójico que esta iniciativa parta de la patronal. Generalmente, las propuestas reguladoras salían de la izquierda o -ya rara vez- de los gobiernos.

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No imagino que nadie se lance a construir un hotel sin estudiar el mercado. Por lo tanto, si se construyen hoteles es porque se cree que habrá clientela. Por lo que observo, los nuevos hoteles suelen estar, además, respaldados por grandes cadenas, que se financian en los mercados de valores y dependen de sus beneficios: no son ninguna ONG.

Qué quieren que les diga. Quizá esté muy influido por los prejuicios adquiridos durante decenas de viajes en tren. Pero no puedo evitar un mal pensamiento: ¿no será que nuestros empresarios temen la competencia?

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