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Columna
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El monasterio

Durante años hemos atravesado la carretera que une Sevilla con Santiponce y hemos tenido la oportunidad de ver a un lado, montado en lo alto de un cerro, un conjunto de ruinas de una cosa bastarda entre templo y fortaleza, con entrepaños derrumbados que mostraban el interior de las celdas, desconchones y una torre con un escudo resistiendo milagrosamente en pie. Esa zona del Aljarafe es pródiga en monumentos y a nadie dolía tener el edificio en aquella indigencia que tanto contentaba a las ratas y los aligustres. Recuerdo el monasterio de San Isidoro del Campo porque desde pequeño mi padre me lo señalaba a través de la ventanilla del coche siempre que viajábamos hacia Itálica, y desde el principio su imagen de grandeza y abandono sirvió para amueblar mis tempranas lecturas góticas. Allí estaba enterrado Guzmán el Bueno, explicaba mi padre para pasar a continuación a detallar la dudosa hazaña de Tarifa y el puñal: y yo no comprendía cómo un ilustre varón que tan grandes servicios había prestado a la integridad de la patria podía yacer olvidado en aquel basurero, entre piedras que se desmoronaban y nidos de murciélagos. Cuando recorrí por primera vez las novelas de Charles Maturin y M. G. Lewis, que situaban toda su feria de aparecidos y crímenes en este país que a mí tan poco romántico me resultaba, tenía que apretar las clavijas de mi imaginación y siempre terminaba frente a aquel monasterio de un lado de la carretera, con su esplendor ajado y las recias paredes que hablaban de siglos más gloriosos. No resultaba difícil suponer que las atrocidades de mis libros se desarrollaban en aquel lugar: qué monumento al horror más perfecto que aquel recinto devastado, que aquella casa muerta donde sólo podían tener lugar diálogos entre muertos.

Más de veinte años he estado observando el monasterio desde lejos, limitándome a conocer sus habitaciones a través de las novelas, lo que casi lo había convertido en un ente ficticio, en un pedazo de literatura. Hace apenas unas semanas, San Isidoro del Campo volvió a abrirse y yo decidí internarme en mis fantasías góticas. La realidad y la ficción guardan una curiosa competencia; lo que fabulamos durante el insomnio o en los momentos de arrebato en que nos aturde una música siempre es más nítido, más transparente que el mundo que rodean nuestros dedos, e irremediablemente más frágil. Después de atravesar la iglesia del monasterio y detenerme junto al sepulcro doble de Guzmán el Bueno y Doña María Coronel, me cercioré de palpar el mármol para estar seguro de que no volvía a soñar, de que aquello no era otra trabajosa segregación de mi fantasía: por lo demás, la profusión de nichos, ojivas, estatuas, claustros se avenía bien con la decoración que había supuesto para mis historias de fantasmas, pero ahora todo era nuevo, limpio y europeo, y había maderas nobles en los entarimados. En una zona del recinto, se presentaba una muestra temporal con información sobre el proceso de restauración al que había sido sometido San Isidoro durante más de doce años. Aquellas fotografías de torres ultrajadas y muros con yedra corroboraron que mi intuición infantil no había errado: había fantasmas, muchos fantasmas tristes vagando entre aquellos páramos en blanco y negro.

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