¿Por qué hacemos fotos?
Una de las maneras de difundir nuestro retrato por los hogares del mundo, sin necesidad de ser un descuartizador buscado por la Interpol, es pasear en verano frente al palacio de Buckingham, la pirámide de Keops o la torre Eiffel mientras disparan sus cámaras los turistas.
Cada año parece haber más visitantes con gorra y botellín de agua blandiendo sus flases ante los típicos parajes marsans, Madrid incluido. Y nosotros también incluidos. Podemos reconocer el patetismo y el convencionalismo del retrato turístico, pero no logramos resistirnos a él. Un estridente americano acaba de destensar su sonrisa falsa ante el Partenón, y a continuación, en cuanto se aleja unos metros, ocupamos su posición para recibir el correspondiente guiño de nuestra Nikon.
¿Por qué seguimos haciéndonos la misma foto? ¿La misma estampa con los brazos colgantes y la mirada muda tras las gafas de sol? ¿La misma instantánea ante la Fontana de Trevi desde el mismo encuadre frontal?
A través del objetivo ya no vemos un insólito o exótico escenario, sino un manido decorado, aquel donde sonríen, uno tras otro, orientales con dientes de porcelana o escandinavos rapados. Ni siquiera cuando enfocamos con una cámara estamos viendo el presente, el momento único e importante, sino sólo el futuro: imaginando el porvenir en el que ese segundo será un recuerdo.
Existen tres modos de posar ante la cámara durante los viajes de placer. El estático, consistente en disimular el dolor de los pies tras la caminata por la Quinta Avenida mientras se aparenta la paz y la satisfacción de un conquistador. Más tarde, a la hora del revelado, uno suele encontrarse gordo y mal vestido.
El segundo modo de posar es el mimético. El retratado imita el ademán de la estatua o la figura a sus espaldas; es decir, se abraza los hombros si posa ante una momia o finge sujetar unas riendas en caso de hallarse ante la Cibeles. A pesar de lo gilipollas que pueda verse uno después, nunca se constatará a sí mismo tan imbécil como se lo pareció a aquellos turistas que contemplaron la gestación de la lámina.
El tercer tipo se refiere al estilo de posar interactivo. El sujeto adopta un gesto relacionado con el decorado que le precede. Por ejemplo, ante la réplica del oso erguido sobre dos patas en el museo de Ciencias Naturales, el visitante esbozará una mueca de pánico. Si el fondo de la imagen es, pongamos, Graceland, el individuo arqueará las piernas y fingirá rasguear una guitarra. Este tipo de reproducciones es la delicia del dependiente de Sus fotos en una hora.
Hacer las clásicas estampas en los clásicos viajes es vulgar, pero sucumbimos aguardando la recompensa del revelado. ¿Qué gratificación esperamos realmente? No la de coleccionar un reflejo de los inigualables monumentos y parajes visitados, pues por mucho empeño que pongamos en decidir si utilizamos el flas o no, nunca lograremos una foto tan buena y bonita como las del caro catálogo de la tienda de souvenirs. Tampoco tiene sentido posar para presumir de haber paseado por los parajes que, en realidad, ya tiene casi todo el mundo archivados en sus álbumes personales. Nos retratamos con el fin de conservarnos a nosotros, a nuestras parejas o amigos como seres únicos, amados por la persona que enfoca a través del objetivo y por los futuros espectadores-sufridores del carrete de 36. Pero entones... ¿por qué no nos inmortalizamos en casa, en la vida diaria e íntima, cualquier martes en el parque, en vez de encuadrarnos ante un escenario público y sabido? ¿Por qué insistimos en coleccionar los paisajes que pasan por nuestras vidas en vez de recopilar nuestra existencia surcando el mundo?
Dentro de algunos años nos observaremos jóvenes y mal vestidos ante las cataratas del Niágara o la calle en la que dispararon a Kennedy, y no tendrá importancia recordar cómo eran esos lugares cristalizados en una imagen de postal y documental archiconocido. Querremos rescatar qué tal dormimos aquella noche, dónde comimos, qué llevábamos en los bolsillos, cómo era la recepcionista del hotel, todas esas fotos que jamás hicimos y que se han borrado de la memoria para siempre.
Con el paso del tiempo nuestros ojos dejarán de mirar el decorado y se fijarán únicamente en nuestro retrato. Y no añoraremos entonces París, Atenas o Londres, sino que lamentaremos haber tirado aquella horrenda camiseta, no haber acercado más el zoom o llevar puestas las gafas de sol. No ser del todo el de la foto.
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