Declaración de interdependencia
En la celebración del Memorial por Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos, en 1991, el arquitecto y diseñador William McDonough propuso aprobar una nueva declaración. Esta vez no sería una declaración de independencia sino de interdependencia. Ni como individuos, ni como sociedad, ni como especie existimos de manera aislada. Somos nuestras relaciones. La verdad profunda de la vida es que todo está íntimamente relacionado con todo. Lo saben los biólogos, los ecólogos, los zoólogos, los botánicos, todos los estudiosos de la vida natural. Creer que la sociedad puede desarrollarse a largo plazo al margen de y por encima de los sistemas naturales que conforman la biosfera ha sido una soberbia necedad de la que lentamente estamos despertando, debido a los embates de la crisis ambiental global existente.
Tratar de ganar votos haciendo demagogia con la gratuidad de las autopistas es política-basura
La gran equivocación es creer que destruimos el 'medio ambiente', pero que los seres humanos quedamos a salvo
La Unión Europea, en su informe preparatorio de la cumbre mundial de Johannesburgo -Diez años después de Río- aporta los siguientes datos: una de cada tres personas en el mundo, es decir unos 2.000 millones de seres humanos, no tienen acceso a recursos energéticos adecuados. Una de cada cinco personas, 1.200 millones, no tiene acceso a agua potable saneada y 3.000 millones carecen de instalaciones sanitarias. El 25% de las especies de mamíferos y el 11% de las de aves están en grave peligro de extinción debido, fundamentalmente, a la destrucción de sus hábitats naturales.
En 1990, el 38% de los aproximadamente 1.500 millones de hectáreas de superficie cultivada del planeta se había deteriorado gravemente como resultado de las malas prácticas agrícolas. Entre 1990 y 1995 se perdieron un total de 65 millones de hectáreas de bosques en los países en desarrollo, la mayoría bosques primarios de elevada biodiversidad. El 44% de los recursos pesqueros mundiales está agotado como resultado de la excesiva capacidad pesquera.
Una de las grandes equivocaciones a la hora de evaluar ese tipo de datos y tendencias es creer que estamos destruyendo el medio ambiente, pero que los seres humanos quedamos básicamente fuera del ámbito de la destrucción. Se considera que esa degradación de los sistemas naturales implica una pérdida de calidad de vida, pero poco más. La verdad es más grave. Estamos destruyendo la fábrica misma de la vida, deshaciendo el tejido de relaciones ecológicas que ha sostenido a la biosfera en su evolución a lo largo de millones de años.
En nuestro sueño de independencia hemos creído que destruir las selvas húmedas, los manglares, los sistemas marinos, los lagos y acuíferos, los bosques templados, las sabanas y praderas, las dunas y humedales, con su miríada de flores silvestres, aves, insectos, microorganismos, árboles y mamíferos podía hacerse sin mayores consecuencias para los seres humanos. Hemos creído que podíamos alterar el clima, clonar especies, contaminar océanos, diezmar la vida biológica, inundar nuestras ciudades de emisiones contaminantes, adulterar los alimentos..., y que ello apenas supondría una pequeña merma en la calidad de vida, el precio a pagar por nuestra inexorable marcha hacia el progreso. Estábamos profundamente equivocados.
Cuando instituciones tan poco sospechosas como el Banco Mundial, el World Resources Institute y las Naciones Unidas informan (Recursos Mundiales 2002) que los principales ecosistemas del mundo se están desintegrando progresivamente, uno en su ingenuidad cree que no cometeremos la estupidez de creer que éso es algo que pasa a la naturaleza, no a la sociedad y a las personas. Sin embargo, he aprendido con la edad que somos el único animal que tropieza infinidad de veces en la misma piedra.
Tropezamos, por ejemplo, una y otra vez en la piedra del cambio climático. El coste de la lucha contra el calentamiento de la atmósfera debido a las emisiones de gases de efecto invernadero ha sido evaluado para el conjunto de la UE en 3.700 millones de euros anuales. Sólo la reciente inundación que ha asolado buena parte de Europa central va a suponer un coste económico muy superior a aquella cantidad. En el sudeste asiático, los muertos debido a las inundaciones causadas por el monzón se cifran en centenares de personas y los costes económicos del desastre son cuantiosos.
Establecer una relación causal directa entre esa catástrofe y el cambio climático no es posible, pero conviene saber que Ernst Rauch, jefe del equipo de meteorología de la importante compañía de seguros alemana Munich Re, afirma que entre la década de los cincuenta y la de los noventa el número de eventos climáticos extremos se ha multiplicado por 4,3 y que el coste de dichos desastres se ha multiplicado en ese intervalo de tiempo por 7,3. Los datos son contundentes, sin embargo, la respuesta internacional al cambio climático está siendo, en el mejor de los casos, desesperantemente lenta, escasamente ambiciosa en sus objetivos y carente de coraje y decisión política. En el peor, tenemos a la Administración republicana norteamericana boicoteando los esfuerzos internacionales para enfrentar el cambio climático con su negativa a firmar el protocolo de Kioto.
El principio de precaución, el sentido común y la racionalidad económica indican que evitar el progresivo calentamiento de la atmósfera debido a la emisión de gases de efecto invernadero debería ser una prioridad para las instituciones internacionales, para los gobiernos estatales, para las autonomías y los ayuntamientos. Sin embargo no es así.
En nuestro ámbito cercano, la reciente polémica entre diferentes partidos sobre las tarifas a aplicar en las autopistas vascas ha sido un claro ejemplo de que no es así. Que partidos supuestamente preocupados por los temas ambientales estén criticando ácremente otros grupos políticos por no querer suprimir las tarifas de las autopistas es un esperpento propio de Ignatius Reilly y su conjura de los necios. En mi ingenuidad daba por hecho que los responsables políticos de esos grupos sabían que el transporte es, en estos momentos, el principal responsable de las emisiones de dióxido de carbono en Europa y que ese gas es el principal agente causante del cambio climático
Si se leen los documentos de la Unión Europea sobre transporte sostenible, aprendemos que los costes externos asociados al transporte privado han sido evaluados en la astronómica cifra del 8% del Producto Interior Bruto europeo, unos 800.000 millones de euros anuales. Nos informamos, igualmente, de que la UE está promoviendo una política fiscal cada vez más agresiva hacia los modos de transporte basados en el uso del vehículo privado, con el objetivo de que este modo de transporte vaya progresivamente internalizando los costes ambientales que en la actualidad genera pero no paga.
Por ello, la alternativa ambientalmente más defendible en el País Vasco en la polémica sobre las tarifas de las autopistas es que no sólo no hay que abaratarlas, sino que hay que encarecerlas. Hay que tener el coraje y la honestidad de explicar a la sociedad vasca que es preciso avanzar hacia una política general de transporte sostenible, una de cuyas bases ha de ser, precisamente, el desincentivar financieramente los modos de transporte basados en el uso del vehículo privado. Hoy día, con el grave problema del cambio climático como telón de fondo, tratar de ganar un puñado de votos haciendo demagogia sobre la gratuidad o casi gratuidad de las autopistas vascas es sencillamente política-basura. Es precisamente la ciencia de la interdependencia la que nos hace entender la red de relaciones causales que se establece entre los peajes de las autopistas, las emisiones de gases de efecto invernadero debidas al uso de vehículos a motor y los eventos extremos asociados al cambio climático. Por ello, aprovechando la cumbre mundial sobre desarrollo sostenible de Johannesburgo no estaría de más que nuestras juntas generales, nuestras diputaciones, nuestros ayuntamientos y nuestros gobiernos central y vasco celebrasen reuniones monográficas sobre la situación del medio ambiente y promoviesen las correspondientes declaraciones de interdependencia.
Antxon Olabe es economista y consultor medioambiental.
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