Rociíto
No sólo nos adoptan niños, también nos adoptan animales. De vuelta al pueblo traemos en el Suzuki a un perro más. El perro al que mi hermana puso el nombre de mi hermano y que provoca una confusión continua. Mi hermana se ha ido de cachondeo el fin de semana y me ha dicho: '¿Dónde mejor va a estar el perro con ese jardín tan hermoso que tenéis?'. Dicho esto, nos ha metido el perro al coche y se ha puesto a decir adiós con la mano. Lo malo de tener un jardín de doscientos metros cuadrados es que la familia se cree que tienes un granja en África. En los asientos traseros vienen sentados Chiquitín y Lolo. Mi santo está eufórico y se pone a 90 por la carretera de La Coruña. Los perritos están de pie, mirando por las ventanillas con las lenguas fuera. De vez en cuando mi santo hace un extraño, porque es un hombre que pasando de 60 pierde la noción, y los dos perritos se pegan un tortazo y se vuelven a levantar.
Mi santo dice que este año nos tenemos que plantear el tener gallinas
Mi santo viene haciendo planes para el futuro. Dice que este año nos tenemos que plantear el tener gallinas. Desde que hemos tenido un tomate le ha entrado el síndrome Michael Landon y desparrama bastante. Dice que sueña con el día en que pueda mojar pan en sus propios huevos (sic). También es verdad que la familia contribuye a esta locura agropecuaria que le ha entrado. Mi suegra, en una campaña que se cierne sobre mí, me cuenta lo bien que ella criaba los pollos y cómo los operaba: 'Porque los pollos, nena, son muy ansiosos comiendo, y llega un momento en que se les queda el grano apelmazado en el buche; entonces, yo se lo abría con unas tijeras, se lo sacaba y luego se lo volvía a cerrar con un pespunte'. Conociendo a mi suegra, no sería un pespunte, les cerraría el buche a los pollos con punto de cruz. También mi hermano, el que tiene no sé cuántos hijos, se mostró partidario. Mi hermano es de los que llevan de vacaciones a los niños a casas rurales de esas. Este año, sin ir más lejos, les llevó a una casa del País Vasco y se enamoraron de la cerda que tenía el dueño y a la que había puesto un nombre, a mi juicio, extraordinario: Rociíto. Los niños, todo el día, Rocíito por aquí, Rociíto por allá. No sé qué pensaría Arzalluz, pero el dueño de la casa, tan aberzale como él, le había cogido tal cariño a Rociíto que había desistido de convertirla en chorizos y la tenía por el porche como a una vasca más. Contradicciones que surgen de pronto en el seno de la familia nacionalista.
Al llegar al puticlú (como llaman en el pueblo a nuestra mansión por el color, amarillo-pollo, por cierto), mi santo pegó un frenazo tal que no sólo los perros se cayeron; yo casi me dejo los morros. Y es que se lo tengo dicho: cuando estás contento, te atolondras. Nos metimos en la cama y él hizo unas maniobras de aproximación, salvando la separación entre los colchones. Por cierto, mi santo siempre está diciendo que por qué no donamos estos colchones a un matrimonio que se lleve todavía peor que nosotros. Pero fue empezar a tontear, que si cuchi, cuchi y toda la pesca, y Lolo, el perro al que mi hermana bautizó como mi hermano, empezó a subirse a un sillón y a lanzarse al suelo, tal vez rememorando los momentos de la autopista de La Coruña. Es cierto que Lolo, no diré la raza, en la lista que clasifica a los perros de mayor a menor inteligencia, ocupa el lugar 73º (de 74) y hay que comprenderlo, pero a las tres de la madrugada se te hace cuesta arriba. Me levanté e intenté razonar con él: 'Lolo, no son horas para este juego, y además, nos desconcentra; déjalo para mañana'. Y Lolo, por supuesto, ni puto caso. En esto mi santo gritó desde la cama: '¿Ves? Este tipo de problemas una gallina no te los da'. Mientras yo intentaba tranquilizar a Lolo, mi santo se durmió y yo perdí una oportunidad histórica de subir la media de coitos en la Comunidad de Madrid. Y eso duele.
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