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Crónica:Ciencia recreativa / 23 | GENTE
Crónica
Texto informativo con interpretación

LA SEÑORA MacCARTNEY

Javier Sampedro

Cuando Sidney Brenner llegó al Reino Unido, en 1952, aún no se conocía la doble hélice del ADN. Ese descubrimiento tuvo lugar el 28 de febrero de 1953. Pocos días después, eso sí, Brenner fue una de las primeras personas en ver el modelo original de la doble hélice, atornillado precariamente por Watson y Crick a base de listones metálicos, abrazaderas de caucho y cartulinas recortadas en una habitación forrada de ladrillos del laboratorio Cavendish, de Cambridge. Brenner se perdió por muy poco el descubrimiento biológico del siglo, pero decidió en ese mismo instante que ya no se iba a perder ninguno más: a partir de entonces, los descubrimientos los haría él.

Durante los años siguientes, Brenner se convirtió en el brazo derecho (quizá sería mejor decir 'el hemisferio izquierdo') de Crick para atacar los problemas centrales de la herencia y la biología molecular. En 1963, Brenner decidió que esos enigmas ya estaban resueltos (por él mismo, las más de las veces) y escribió en una carta dirigida al director del laboratorio: 'La entrada de gran número de norteamericanos en el campo asegura que los detalles químicos serán elucidados'. .

El científico resolvió entonces abordar un problema mucho más complejo: cómo los genes diseñan a los animales. Desde hacía 60 años, casi todo el mundo interesado en el control genético del desarrollo animal trabajaba con la mosca Drosophila, pero Brenner decidió que eso no le servía e inventó un nuevo modelo de laboratorio: Caenorhabditis elegans, un gusano tan minúsculo y parco en comportamiento que puede cultivarse en placas, como si fuera una bacteria. Más de mil científicos trabajan hoy en el mundo con ese gusano, y gracias a eso hemos aprendido infinidad de datos cruciales sobre nuestra propia especie. En 1998, el gusano se convirtió en el primer animal con el genoma secuenciado.

Pero ya a principios de los noventa, mientras los norteamericanos acababan de resolver los detalles del gusano, lo que hacía falta era un modelo de vertebrado (el grupo al que pertenece el lector). Mucha gente trabajaba con el ratón, y la élite de la genética estaba empezando a utilizar un pez muy pequeño y manejable llamado pez cebra. Pero Brenner ya había pensado en otro pez distinto.

El célebre cocinero de ahí arriba elogiaba hace unos días una tapa de 'huevas de fugu con aleta de tiburón' que había probado en Japón. Gracias a Dios la probó en un buen restaurante. El fugu, o pez globo, acumula un potente veneno llamado tetraodontoxina en el hígado, la piel y las gónadas (no en las huevas, por fortuna), y sigue matando cada año a unos 50 japoneses que lo pescan furtivamente y lo cocinan con torpeza. Bien: ése es el pez que eligió Brenner. ¿Era una broma?

El pasado 25 de julio, la revista Science (edición electrónica) publicaba el genoma completo del fugu. Brenner había apostado por él -pese a sus venenos, sus espinas y su inmanejable tamaño (70 centímetros)- porque su genoma, aunque contiene un número de genes muy similar al humano, mide sólo una novena parte de éste. La inmensa mayoría del genoma humano consiste en ADN basura: trozos de texto repetidos sin ton ni son, como restos de un naufragio genético de los que nuestra especie no ha logrado librarse a lo largo de su historia evolutiva. El fugu se ha librado de la basura, y su genoma parece una copia en limpio del nuestro. Gracias a ello, secuenciarlo ha costado unas 40 veces menos de lo normal, y ya ha permitido descubrir 1.000 nuevos genes humanos (que en nuestra especie estaban ocultos por la basura).

¿De qué familia de glorias científicas, de qué privilegiado sistema educativo de élite salió Sidney Brenner? Según puede leerse en su autobiografía (My life in science, recién publicada en inglés por BioMed Central), su padre era un judío lituano emigrado a Suráfrica en 1910, que trabajó toda su vida como zapatero remendón en un barrio bajo de Germinston, un pueblo cercano a la capital surafricana. Sidney creció en la trastienda de la zapatería, y su único recuerdo agradable de esa época es el olor del cuero. El padre nunca aprendió a leer ni a escribir, y lo mismo hubiera podido pasarle a Sidney de no ser por la señora MacCartney, una clienta de la zapatería que vio algo raro en el niño y se hizo cargo de él en su jardín de infancia. Da vértigo preguntarse cómo sería la biología del siglo XXI de no ser por la señora MacCartney.

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