Elogio de la tortilla
El otro día en el Arenal hubo generoso despliegue de tortillas. Se trataba del punto de arranque de los concursos gastronómicos de la Semana Grande. Y, a decir verdad, uno siempre se siente íntimamente reconfortado ante el fenómeno, y cuando digo fenómeno no hablo tanto de los concursos gastronómicos como de este concurso en concreto, el de tortillas, que en las fiestas se convoca en dos modalidades: de patata y de bacalao. Es una forma de demostrar que la esperanza aún existe y que no debemos dar por definitivamente perdida la guerra contra la hamburguesa.
Un amigo mío siempre dice que el ingenio del ser humano no se mide tanto por hazañas portentosas (digamos, enviar cohetes al espacio) como por la concepción de inventos humildes pero extraordinariamente curiosos (digamos, la cremallera). Creo que de la tortilla de patatas puede decirse algo parecido. En vano intentarán los genios de la cocina alumbrar nuevos contrastes de sabores, nuevas combinaciones de calamares con hígados de pato, o lomos de besugo con fuertes salsas de caza. Lo mejor, quiéranlo o no, está ya inventado. Y lo mejor, en la cocina, pasa también por inventos humildes y sencillos como la tortilla, la benemérita tortilla de patatas.
Mi amigo, el admirador de las cremalleras, también dice que la única patriotería verdaderamente legítima es la gastronómica. 'Como aquí no se come en ninguna parte'. Esa es una de esas frases que repetimos sin cesar y me temo que siempre con absoluta convicción. Todavía más, me temo que entre los vascos esto de viajar sólo sirve para confirmar su intenso nacionalismo culinario.
Realmente un estómago contemporáneo, abierto, no debe de hacer ascos al germánico codillo, al cuscús norteafricano o al colorista arroz tres delicias, pero a pesar de todo es difícil que reneguemos de nuestra propia tradición a estos efectos. Está bien probar de todo, pero quizás nos limitemos a probar. Por el contrario, donde habría que mostrarse virulentamente militantes es en la resistencia a la comida anglosajona, ese batiburrillo de sustancias insalubres.
Antes de la Aste Nagusia, el que escribe ha pasado unos días en un hotel del sur. Allí se metía diariamente, entre pecho y espalda, ese desayuno internacional lleno de tajadas de bacon grasiento y huevos fritos, que ha debido de poner sus tasas de colesterol por las nubes. Y junto a ello, al regreso, la sempiterna hamburguesa, a la que uno recurre a veces porque no le queda más remedio, habida cuenta de que ya hay casi tantas hamburgueserías como sucursales de la Bilbao Bizkaia Kutxa.
Por todo eso hay que agradecer el liderazgo culinario que las fiestas de Bilbao reconocen a la tortilla. El concurso, en sí mismo, representa toda una filosofía: nada hay en la tortilla de casual. Su elaboración exige la misma disciplina de los platos más exigentes. Como sabe cualquier aficionado a su ingesta, no hay dos tortillas iguales. Cada una de ellas viene intensamente personalizada por la mano de su creador o creadora.
En efecto, la tortilla, concepto platónico, se transfigura en una serie de tortillas particulares cuya serie tiende a infinito. Auténtica cocina de autor. Y degustación de paladares escogidos. En efecto, nuestra civilización aún no ha muerto. Mientras la tortilla siga plantando cara a la hamburguesa, la cultura europea estará a salvo.
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