_
_
_
_
_
Reportaje:ÁFRICA, UN CONTINENTE A LA DERIVA / 1

EN EL CEMENTERIO DE SOWETO NO CABEN LOS MUERTOS

El barrio que simbolizó la lucha contra el 'apartheid' es hoy un reflejo de las contradicciones de la nueva Suráfrica. La segregación racial sigue viva en muchas mentes, mientras el sida y las penurias económicas no dejan disfrutar plenamente de la libertad conquistada.

Ramón Lobo

En la minúscula parcela de la casa de Nelson Mandela, en Soweto, varios hombres se afanan en edificar una protección de ladrillo. Convertida desde hace cinco años en museo contra el apartheid, la vivienda está cerrada debido a una batalla legal sobre su propiedad entre Nelson y su ex mujer, Winnie. Enfrente, en la terracita del bar Sisaya, donde expiden comidas detrás de una reja protectora, el rasta Ngugi, alma máter de la exposición, desgrana historias de este township (barrio marginal) situado al suroeste de Johanesburgo. Habla de lucha, represión, enfrentamientos y muertes trágicas. Tres turistas blancos le atienden boquitontos. Él, agazapado en una cazadora tan negra como su piel negra, narra las mil batallas contra el sistema de segregación racial removiendo una taza de té. 'La balanza del poder cambió en 1982, cuando nos llegó armamento y EE UU y el Reino Unido decretaron un embargo contra el Gobierno', dice. Al finalizar la prédica, enciende de forma teatral un cigarrillo y sonríe. Los turistas, satisfechos, le regalan unas monedas. Ngugi las acepta sin inmutarse; sólo se trata de un trabajo, saber recordar cada minuto del pasado.

Soweto se divide, como el resto de Suráfrica, entre quienes prosperan con lentitud y quienes permanecen estancados
'La libertad es verdadera libertad cuando existen opciones, y estos chicos y chicas no las tienen', afirma una profesora
Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

En aquel Soweto soliviantado no entraban blancos desarmados ni curiosos en gira organizada. Hoy, 11 años después, el township que fuera símbolo de la resistencia se desdobla, como el resto de Suráfrica, en dos mundos paralelos: el que prospera con lentitud y el que permanece estancado. 'El 60% de los que viven aquí carece de empleo', asegura Ngugi. 'Una generación dejó la escuela para empuñar las armas y ahora no encuentra sitio'. Por las callejuelas pasan veloces algunos vehículos del otro mundo: bemeuves de postín, Mercedes de gran cilindrada y novísimos todoterrenos. Nadie quiere explayarse sobre la causa de tamaña exhibición, pero algunos rememoran a Godfrey Moloi, el padrino, que nadaba en millones cuando allí sólo sabían contar de la miseria a la pobreza.

'Si eras médico o abogado y negro, no tenías posibilidades de vivir en otro lugar', explica Ngugi al pasar delante del actual domicilio de Winnie Mandela, una mansión comparada con el resto. 'Esta zona es próspera; aquí residen las personas que hicieron carrera'. Se trata del sector Dube, en honor de uno de los fundadores del Congreso Nacional Africano (CNA). Las casas son de una planta, están construidas con cemento y tienen techos firmes. En sus fachadas se distinguen llamativas pegatinas de empresas de seguridad que amenazan a los intrusos con una respuesta armada. 'No hay tantos robos en Soweto; algo queda de aquella solidaridad que nos permitió sobrevivir. El ladrón tiene que ser muy rápido, porque si le cogen, le desnudan, le pintan y le dan una paliza antes de que llegue la policía'. Pese al exaltado optimismo de Ngugi, la delincuencia es un problema grave en Soweto, Johanesburgo y toda Suráfrica. Aún quedan demasiadas pistolas en circulación. A Shinni, militante histórico del CNA, le acaban de robar el perro guardián. Está furioso: '¡Qué pretende esa gente!'. Ahora busca uno de repuesto para proteger su hogar, y lo quiere bien grande y fiero.

Soweto nació en 1905, al calor de las minas, cuando el Gobierno surafricano puso en marcha la política de segregación racial. Hasta los años cuarenta no permitió la entrada de esposas para evitar un sentimiento de permanencia. Desde el puente herrumbroso de la estación de Phefeni se divisa ese Soweto primero, el sector de Orlando Este, devorado por otros Sowetos que forman un mar de hojalata. Las estadísticas informan de que aquí viven más de un millón de seres, pero pueden ser el triple o el cuádruple. Se ven mujeres deambulando por el andén con una bolsa en la mano. Viajan a Johanesburgo para hacer la compra. 'Una costumbre', explica Ngugi. 'Antes estaba prohibido abrir tiendas para que nadie se acostumbrara al lugar'. Hoy que esos negocios existen -comercios informales brotan como setas en los que se vende carne de dudoso frescor-, a los viejos no se les ha quitado la costumbre de merodear con el zurrón. Desde el puente se divisa la planta de electricidad, que se eleva con sus dos imponentes chimeneas. Nacida hace 60 años, da luz a la ciudad de Johanesburgo, pero no a Soweto.

El township -que encabezó la lucha contra el apartheid y en el que en la calle Vilakazi tienen morada dos premios Nobel de la Paz, Nelson Mandela y el obispo Desmon Tutu- era una trampa: el ferrocarril resultaba sencillo de bloquear y en los extremos, donde se hallan las salidas, están los centros de los obreros zulúes del partido Inkata, que en los ochenta fueron armados y utilizados por la policía del régimen contra los militantes del CNA. Shinni era de los que dirigían los contraataques contra los zulúes. Hoy se niega a visitar el complejo más cercano: 'Trataron de matarme varias veces. Winnie tuvo que enviar una protección de 17 muchachos para evitar mi asesinato. No tengo amigos allí y ningún motivo para saludarles', dice, señalando a los barracones donde los fieros zulúes se han metamorfoseado en traficantes de marihuana.

Shinni gira la cabeza para escuchar mejor. A sus 78 años está casi sordo y sus ojos tienen dos nubes lechosas, pero sigue siendo el jefe de su zona, a quien la gente acude para resolver sus querellas. 'La última vez que me detuvieron fue en 1990, el año que liberaron a Mandela. Creí que me iban a torturar de nuevo, pero Mandela llamó al Gobierno y les dijo que yo era un viejo y que me podía morir en comisaría y que eso sería un escándalo. Entonces, la policía me soltó sin hacerme daño. No sé cuántas veces me han apresado, tal vez 10'. Shinni se dedicaba en los años duros a meter y sacar militantes de Soweto, repatriar cadáveres de asesinados en el exterior e introducir municiones en el township. '¿Qué hemos ganado en este tiempo?', repite. 'Hemos ganado la libertad'.

En la escuela católica de Peter Claver, la directora Mathilda, de 63 años, 44 de ellos dedicados a la enseñanza, cree que la libertad es etérea, que sirve de poco si no se puede disfrutar. 'El apartheid se encuentra impreso en nuestras conciencias; se necesitará una generación para enterrarlo. (...) La libertad es verdadera libertad cuando existen opciones, y hoy estos chicos y chicas no las tienen. Allí fuera les espera desempleo, violencia y sida. Queda aún mucho por hacer en nuestra Suráfrica'.

No lejos, en la iglesia católica Regina Mundi, la más grande del país, un grupo de mujeres pensionistas prepara la comida para 200 indigentes. 'Les damos alimento cada jueves. Sé que no es suficiente, pero, al menos, tienen un plato decente una vez por semana', musita Dixie, de 62 años. 'El dinero sale de nuestras pensiones y de algunas ayudas que nos llegan', apunta Helen, de 55. 'No son muy altas; cobramos 650 rands al mes, pero es mejor que antes; en el apartheid nos daban 250 cada dos', asegura Ana. Como Shinni, creen que el logro esencial ha sido la libertad. 'Soy libre para andar por donde caminan los blancos', exclama María. Para Dixie, igual que Mathilda, el nuevo reto es el sida: 'Están muriendo muchos, y muy jóvenes'.

Regina Mundi fue lugar de reuniones del CNA cuando ese derecho no existía. En sus puertas, pese a no ser obispo católico, Tutu entonaba algunas de sus arengas contra el régimen. 'La policía nos vigilaba y, a veces, lanzaba botes de humo rompiendo los cristales', asegura María. Dixie, la de más edad, recuerda un intento de asesinato del párroco: 'Dispararon contra su residencia. Incluso una vez colocaron una bomba en el tejado que, gracias a Dios, no explotó; la descubrieron años después durante unas reparaciones'.

En la escuela de Isaacson Morris, un judío de origen lituano, los alumnos trotan por el patio cargando apuntes. Ephraim, Andries y Laurance no sobrepasan los 18 años, pero saben que estudian en un centro que rebosa de historia. De ahí partió, en 1976, una manifestación de jóvenes que se negaban a aprender en afrikáner, la lengua de los bóers. A esa marcha se sumaron miles de otras escuelas. Fueron brutalmente reprimidos. Su líder, Tsietsi Mashinini, es uno de los héroes de Soweto; su cuerpo reposa en una tumba en Avalon.

'Ahora podemos aspirar a ingresar en cualquier universidad', asegura Ephraim. 'Antes sólo podíamos ir a centros para negros'. Andries recuerda vagamente que durante el apartheid estaba prohibido permanecer en la calle después de las seis de la tarde por el toque de queda. Dicen saber qué es el sida y utilizan condón, que el Gobierno reparte gratuitamente. 'Han venido enfermeras y médicos para explicarnos todo lo relacionado con el virus, pero sería una buena idea visitar los hospitales para ver a los enfermos', afirma Laurance.

Ese mensaje no llega a todo el mundo. En el cementerio de Avalon, el más extenso de Soweto, los enterradores excavan a destajo. Calculan que estará repleto pronto, en 2004 o tal vez antes. No es una noticia. El de Alexandria, otro de los townships de Johanesburgo, se llenó en dos años y medio cuando las previsiones eran de seis. O en el de Welkom, en Free State, donde en un día con 35 entierros simultáneos la gente lloraba en la fosa equivocada. Las estrechas tumbas de Avalon se alinean unas junto a otras, sin dejar espacio entre ellas. Las de menos de un año carecen de lápida. Los montones de arena rojiza son mayoría en las últimas secciones. 'Tenemos más de veinte funerales cada jornada', dice un sepulturero. Una caravana fúnebre pasa cerca, hacia la salida, cruzándose con otra que entra. El precio de la tumba equivale a 40 euros, pero es la costumbre de invitar a comer carne y dar transporte a los asistentes lo que convierte cada sepelio en un lujo. 'Hay padres que se empeñan de por vida', apunta Ngugi. 'Las autoridades tratan de cambiar la práctica, pero la tradición es más fuerte. Antes, una familia soportaba un entierro cada 20 años; ahora, tiene varios en una generación'.

En la empresa Khulani manejan un negocio con futuro: fabrican féretros. En una nave mal ventilada cortan madera y la ensamblan dando forma macabra al producto. El ruido es molesto y el aire parece velado por las virutas de serrín. En el patio, esos féretros terminados reciben un baño de barniz y se secan a la solana. Henry, de 20 años, lija las imperfecciones protegido de una mascarilla: 'Fabricamos uno cada dos horas y media; 40 por día'. A su lado, Kevin explica que las muertes son más numerosas entre abril y noviembre, cuando arrecia el frío. 'Muchos son para jóvenes que mueren de sida. Los vendemos a 260 rands a las funerarias, que después encarecen el precio a las familias'. En la del Siglo XXI tienen la semana completa; los demás muertos deben buscarse otra empresa. Ya no se mantiene la costumbre de enterrar en fin de semana, hoy se da sepultura de lunes a domingo, sin tregua.

En el shabeen de Wandie se bebía cerveza local. En estos bares ilegales es donde los negros ahogaban penas a espaldas de la policía, bañándose en bantu beer, como la calificaban los racistas. Hoy, este shabeen es una feria donde arriban turistas que dejan sus cartulinas de visita para embellecer paredes y degustar platos africanos. Cerca del portón, cuatro blancos en pantalón corto, calcetines altos y tripa excesiva, unos verdaderos afrikáners, se chupan los dedos y carcajean sus gracias. 'No sé qué hacen aquí', brama Ngugi. 'Antes nos odiaban y ahora vienen a comer con nosotros'. En el cristal de la entrada de Wandi se expone otra prueba del cambio, unos adhesivos multicolor advierten de que se admiten tarjetas de crédito. En la calle, unos rapaces hacen su agosto vendiendo baratijas a los que salen a encender un cigarrillo, porque en Suráfrica, el país con mayor número de enfermos de sida del mundo, está prohibido fumar en los lugares cerrados.

Mañana, segundo capítulo de la serie: Por las noches sueño con comida.

Trabajadores lijan ataúdes en la fábrica de la empresa Khulani, en Soweto.
Trabajadores lijan ataúdes en la fábrica de la empresa Khulani, en Soweto.RAMÓN LOBO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_