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Abrir el silencio

Escribe Rafael Sánchez Ferlosio en Medios sin fin que 'absolutizada redundantemente como puro instrumento de sí misma, la ETA 'se sale con la suya' en cada acción lograda, porque en ella se cumple de manera plena y autosuficiente su sentido y contenido'. Las acciones de ETA carecerían de la índole de medios porque no servirían a otro fin que no fueran ellas mismas. Su eficacia no sería pragmática, sino simbólica, cultural, y demostrarían la justicia de una causa que no les precede, sino que se les pospone. ETA no mata para alcanzar unos fines cuya naturaleza, coyunturalmente mutable, se presenta siempre como un imposible en relación con los medios que se disponen para alcanzarla. El propósito de ETA, su razón de ser, sería el de convertirse en causa de sí, en publicitarse como manifestación de un problema que es el problema mismo. Sus epifanías sangrientas serían pura tautología, porque ETA mata para liberar una Euskadi -hoy Euskal Herria- que es ella misma. Es decir, ETA mata para seguir matando, que es hoy por hoy el objetivo, el contenido de eso que llama Euskal Herria, carente de otra concreción, por más y más ampliables que se hagan sus ideales límites geográficos, que no sea el ámbito de poder de la propia ETA.

Aun admitiendo esa dimensión cultural de las acciones de ETA que Sánchez Ferlosio señala, cabe no obstante subrayar algunas repercusiones pragmáticas de la misma, que convertirían el terror de ETA en una obra en marcha. Es evidente que sus acciones sangrientas tratan de sacralizar la patria, es decir, de hacer presente una ausencia, pero no es del todo exacto que no sean medios para alcanzar la patria. Para ETA, la patria es pura ausencia irredenta, una tierra usurpada que se extiende desde el Ebro hasta el Adour, sin que posea legitimidad alguna cualquier nueva institución -llámese Gobierno Vasco o Gobierno Foral de Navarra- que convierta esa realidad del alma en una realidad política. ETA sólo se reconoce a sí misma como germen de esa transformación, y entre ella y la patria futura no hay absolutamente nada, salvo escollos a superar o torpezas a utilizar instrumentalmente. Lejos de ser el ejército de un Estado ya constituido, o el ejército de liberación de una tierra ocupada, ETA es la patria en marcha hasta hacer realidad esa idealidad jamás configurada políticamente. Es la patria y es el Estado; es, de hecho, una realidad trascendental.

De ahí que sus acciones, además de instaurar un culto a la patria, traten de configurar un mundo. Éste puede ser el fin primordial que convierta a sus acciones en medios. Por vagos y nebulosos que puedan parecer los otros fines declarados -la independencia de un territorio huidizo y casi imposible, o el derecho del pueblo vasco a decidir su futuro-, las acciones de ETA buscan, a través de la representación de un conflicto que les sería anterior y de su perpetuación, involucrar a sectores crecientes de la población en ese conflicto dramático que se pierde en el origen de los tiempos y del que serían parte afectada. El fin no declarado de ETA es crearse su pueblo, un pueblo para una tierra a redimir y que la legitimara a ella como Estado, pueblo cuyo rasgo diferencial prioritario no serían ya las características raciales, como tampoco el euskera ancestral, sino pura y simplemente el dolor y el sufrimiento. La socialización del dolor, y su casi elevación a categoría mística, forman parte de la práctica de ETA desde sus inicios. No se trata sólo del dolor de sus víctimas directas, sino de la configuración de un país sufriente, eterno compañero de la muerte como principal tarea redentora. Las tácticas para provocar la represión generalizada, las estrafalarias escenografías mortuorias, la persistentemente buscada vinculación entre festejos y sufrimiento, la quema en su descabellada pira de miles de adolescentes abocados a la locura y el crimen, etcétera, son prueba evidente de ese deseo de crearse un pueblo ad hoc, que hallaría en el sufrimiento su principal seña de identidad y su más definitivo elemento de cohesión. Y ese pueblo se llama Batasuna.

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Batasuna es, por lo tanto, mucho más que la correa de transmisión o la simple expresión civil de ETA. Es su pueblo, es Euskal Herria -y así se llamó en su anterior denominación, Euskal Herritarrok-, de donde resulta vana la pretensión de que llegue a independizarse de ETA y a convertirse en una formación política autónoma. Sólo la desaparición de la organización armada, su derrota, haría posible esa autonomía del abertzalismo radical, articulado quizá en una organización de nuevo cuño. Sorprende, por todo esto, el descubrimiento reciente del tutelaje de ETA sobre Batasuna, o de la dependencia orgánica de ésta respecto a aquélla, cuando el rastreo de las relaciones entre ambas organizaciones desde el momento mismo en que se constituye Herri Batasuna hace 23 años, convertirían las pruebas últimas en minucias. Presumiblemente, esta insistencia en las últimas pruebas de ese tutelaje, que serían las definitivas, se debe a la necesidad de fundamentar el proceso de ilegalización de Batasuna, que se pondrá en marcha a partir del próximo día 26. Y da la impresión de que el empeño en convencer de ese carácter definitivo de la prueba reciente, así como el casi compulsivo afán por alcanzar la unanimidad en el posicionamiento de todas las fuerzas parlamentarias, sean indicativas de la inseguridad con que se inicia el proceso y del temor a un fracaso de nefastas consecuencias para la credibilidad de las instituciones del Estado.

Por otra parte, cabe preguntarse si la ilegalización de Batasuna conseguirá la desaparición de ésta, es decir, la desaparición del 'pueblo de ETA', sea cual sea su nombre en el futuro. No es mi profesión la de agorero, ni quiero utilizar la profecía como argumento a favor, tal como lo hacen los nacionalistas moderados o Ezker Batua. No, ignoro cuáles pueden ser las consecuencias, aunque sí estoy convencido de que, mientras siga existiendo, ETA no va a renunciar a ese su fin verdadero de crearse un pueblo a través de la socialización del dolor y el sufrimiento. Y que buscará ese pueblo incluso entre quienes fueron sus más directos rivales, sus claudicantes enemigos, hasta que firmaron con ellos un pacto en Estella: los nacionalistas moderados de PNV y EA. He ahí un peligro que éstos nunca han querido sopesar, a saber, el de que mientras ETA siga existiendo, cualquier aproximación, por bienintencionada que sea, a los imprecisos fines declarados de ETA y el abandono de los propios, los convierte en el fin verdadero de la organización armada: su pueblo irredento, que sólo ella está capacitada para dirigirlo por una tierra ausente. Desde que el PNV abandonó 'sus' fines, que sí los tenía -ese pragmatismo que tanto se le criticaba- ha podido caer en ese destino aciago. La estrategia futura de ETA y de lo que quede de Batasuna puede ir en esa dirección, la de involucrarle como 'su pueblo' en la línea de ese 'independencia o muerte' que gritó Otegi en un mitin reciente.

No sé si es hora aún de hacer un balance de la política gubernamental de estos últimos años. Si se puede hablar de un antes y un después de Ermua, no está claro que lo que ha venido después haya supuesto un avance, y no un retroceso, con respecto a la situación anterior. La impresión de caos, de discordia civil, y la huida al silencio de la ciudadanía vasca son ahora mucho mayores que hace cinco años. También lo es la sensación de que se ha destapado no el 'verdadero rostro' del nacionalismo vasco, como le gusta decir a Jaime Mayor, sino su peor rostro. Frente a la estabilidad, la normalización democrática de los nacionalistas, y el enquistamiento y la progresiva disminución de la influencia y de los efectivos de ETA y su entorno, de la etapa anterior, lo que hoy nos domina es la incertidumbre. Puede que sólo sea la crisis con la que se manifiestan algunas enfermedades antes de su remisión definitiva. Así lo deseamos. Y que el pueblo real se imponga al pueblo de la promesa, y que el dolor y el sufrimiento dejen de ser la llave del silencio. Y se abra éste a las voces.

Luis Daniel Izpizua es escritor.

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