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Columna
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En tierra de nadie

También en Barcelona hay barrios que no existen. Como el mío. Ni el Ayuntamiento sabe si somos Sarrià o Les Corts: depende. Depende del servicio, del papel que se necesite, de la reclamación que haya que hacer. Depende, tal vez, del humor del burócrata de turno o de la buena fe del funcionario. Depende. Eso es lo que define a los barrios que existen pese a que no existan. Son barrios de frontera perpetua: tierra de nadie. Es decir, tierra de todos. A mucha honra. Esto también es Barcelona.

Una Barcelona diferente. La he visto construir desde hace 30 años desde mi casa, la primera que hubo en la zona alta de Carlos III, cuando, en vez de la boca del túnel de Mitre y la boca del túnel recién construido sobre la Ronda del Mig, había una espléndida rambla plagada de palmeras y adelfas. Alrededor, todo eran descampados, barrancos y dos granjas, con cerdos incluidos. Hoy todo es dióxido de carbono donde antes gruñían -y olían- los cerdos. Bastantes árboles de no gran interés y la rambla de palmeras se fue con ellos. Después se fueron los escasos caballos que pasaban por la Diagonal y el paso ligero de 'la abuelita cañón', que así llamaban los estudiantes a la espléndida figura de la abuela Salisachs, verdadera precursora del footing, que nunca renunció a los tacones. No había metro, ni estaba El Corte Inglés, ni Banca Catalana, ni La Caixa, ni un edificio de oficinas de Núñez y Navarro, ni se veía el pirulí de la torre de Calatrava. No era, ni siquiera un lugar de paso. Era un no lugar. Es decir: el porvenir.

Hubo un tiempo en el que Barcelona fue brillante en muchas cosas menos en la construcción de barrios
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ENTRE SARRIÀ, LES CORTS Y LA DIAGONAL

Con el paso del tiempo dejé de ver el reloj de la torre de la iglesia de Sarrià, el Tibidabo y el pequeño barrio de Capitán Arenas -lo único que permanece igual- para extasiarme ante bloques de cemento en forma de cajas de zapatos, a cual más sorprendente por su falta de imaginación y belleza. Pero pude ir en metro, o a comprar a El Corte Inglés (cuya marquesina, por cierto, vi caer estrepitosamente, a las diez de la mañana, una semana después de la inauguración, sin que ningún periodista pudiera publicar ni una línea). Eran otras épocas, sin duda.

He visto, pues, construir el porvenir, paso a paso. Todo un master en obras privadas y públicas, como comprenderán. Abrir, cerrar calles. Horadar el suelo, tragar el polvo. Y esperar el resultado de tanto trajín de obreros, camiones, arquitectos, ingenieros y autoridades de inauguración. Que yo recuerde, el tramo de Carlos III entre lo que hoy es plaza de Prat de la Riba y la Diagonal habrá sido inaugurado siete u ocho veces en estos 30 años.

El resultado de la construcción del porvenir, en ese barrio de frontera donde caben todos y los habitantes de la zona somos presuntos apátridas, salta a la vista. Ahí casi nadie había previsto nada salvo crecer, comunicar y ganar dinero. Eran tiempos en los que se experimentaba y se iba a salto de mata: todos éramos autodidactas. Y así salió el barrio que no existe. El barrio que es símbolo de un tiempo barcelonés brillante en muchas cosas menos en la construcción de barrios. Una cara barcelonesa maldita, sin duda. Pero real. Mi propia casa -un genuino producto del constructor Figueras- tuvo el número cambiado -el 5, por ejemplo, no estaba entre el 3 y el 7, sino después del 9- durante 20 años. Había que advertir a los amigos de esa peculiaridad para que encontraran la casa. Hoy esto ya no pasa, pero es casi un milagro. Como el conjunto de la zona. Prodigiosa zona, como diría Eduardo Mendoza. Ahora se construye el tranvía y todo vuelve a estar patas arriba. ¿Mañana? ¿Quién sabe cuándo se da por concluida la construcción del porvenir en tierra de nadie?

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