HE VISTO COSAS QUE VOSOTROS NO CREERÍAIS
Campo del Agua, Suertes, Villafeliz. Pueblos de hermosos nombres y valles altos por los que corren los caballos salvajes. Pallozas, brañas y pizarra. Vislumbres de un confín del mundo en Babia y los Ancares, en las agrestes montañas de León
Sucedió hace muchos años, tal vez 15 o 20. Los mejores viajes siempre sucedieron hace muchos años, porque así a la dimensión espacial se le añade el vértigo temporal, el salto en el vacío hacia el pasado, el encapsulamiento de un instante de juventud. Por entonces yo apenas si conocía al escritor Julio Llamazares, de quien luego me hice buena amiga; Julio, leonés de pedigrí, me estuvo hablando un día con tan ardiente elocuencia de sus montañas que me quedé prendada de ese lugar probablemente irreal que sus palabras dibujaban. '¿Irreal? En absoluto. Voy a irme allí a casa de un amigo la semana que viene, que es Semana Santa; si quieres, vente con nosotros y te lo enseñamos', dijo Llamazares. Y yo me lié la manta a la cabeza y me marché con ellos, desde el miércoles por la tarde hasta el domingo, una Semana Santa tardía y calurosa que se disfrazaba de verano.
El mundo ardía alrededor nuestro, alunado, opalino, con la llama azul de un fuego frío
Se había pasado el invierno cercado por la nieve y conversando con el demonio, que fue su único visitante
El amigo era y es Miguel Yuma, una especie de trampero de Alaska trasplantado a León, un personaje singular de bigotes retorcidos y corazón generoso. Tenía un vieja casota de piedra a medio arreglar en el pueblo de Espinareda de Vega y ése fue nuestro centro de operaciones. Julio y él se empeñaron en enseñarme su León, y desde luego lo lograron. Sé que inventaron una tierra de fábula para mí.
Recorríamos los Ancares, unos montes ásperos y monumentales, abrumados por el sol vertical. Paseábamos al atardecer por las brañas altas, por caminos verdes que las sombras iban conquistando, mientras el viento de los cerros metía en nuestros oídos un ligero siseo, como si estuviera mandándonos callar. A veces caminábamos durante muchas horas sin encontrarnos a nadie; a menudo terminábamos en alguna aldea, en casa de un paisano amigo de Yuma. Eran encuentros en la tercera fase; había que saludar de una manera imprecisa y escueta, sentarse en un poyete al sol, permanecer 20 minutos sin decir nada espantando las moscas, intercambiar alguna frase más, esperar otros 20 minutos, y para entonces quizá ya podía empezar la fase del vino y del chorizo. Esto es, el lugareño sacaba las viandas, Yuma abría la navaja cabritera y todos nos poníamos morados. Llegados a este punto alimenticio, la conversación se hacía mucho más fluida: tal vez un par de frases cada tres minutos (aunque, de todas formas, yo no conseguía entender casi nada de lo que decían). Al cabo de un par de horas en este plan nos poníamos de pie muy lentamente; nos despedíamos con el mismo laconismo que había gobernado todo el encuentro, y nos marchábamos aplastados por la pétrea tranquilidad de las montañas y por el peso de la digestión. Eso era, según Yuma, 'una visita'. Visitamos a bastantes amigos aquellos días.
En la hermosa escena final de la mítica película Blade runner, el cabecilla de los replicantes (humanos artificiales que viven tan sólo cuatro años) agoniza en una azotea deprimente ante el protagonista, Harrison Ford. Llueve de modo torrencial y se escucha el lejano latido de unas máquinas. 'He visto cosas que vosotros no creeríais', musita el replicante moribundo: 'Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tanhauser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia'. Pues bien, en aquel viaje de cuatro días por los montes remotos de León sentí algo parecido a lo que expresa el replicante; he recorrido medio planeta, pero pocas veces en mi vida he tenido una percepción tan clara como entonces de haber estado al otro lado, de haber visitado un confín del mundo y de mí misma. De haber barruntado la totalidad.
Hicimos muchas cosas. Atravesamos pueblos fantasmales y abandonados con nombres tan hermosos como Campo del Agua. Hablamos con un hombre que vivía solo en una aldea; se había pasado el invierno cercado por la nieve y conversando con el demonio, que fue su único visitante. Estuvimos en Babia, el maravilloso valle alto por el que corren los caballos salvajes, un paraíso que se convierte en una cerrada trampa de hielo en los meses del frío. Visitamos a una mujer mayor que vivía en una palloza: muros de piedra sin ventanas, suelo de tierra apisonada, techo cónico de paja a través del cual se escapaba la espesa humareda de una hoguera encendida en mitad del recinto. Al otro lado de un panel de madera se removían las vacas. Afuera, el sol batía las piedras; dentro todo era oscuridad, tizne de hollín, escozor de ojos, el tufo acre y punzante a leña quemada y olorosas bestias. Y el vértigo del tiempo: porque ésa era una casa de la edad del bronce. Los vikingos debieron de vivir de la misma manera.
Pero lo más hermoso sucedía por las noches. Después de cenar, de madrugada, nos metíamos en el lastimoso coche de Llamazares, un utilitario viejo y pequeñito, y empezábamos a recorrer los montes durante horas, con las ventanillas bajadas, aspirando el aire perfumado y tibio, escuchando música, dejándonos cegar por el esplendor de la luna llena, que se reflejaba en las espejeantes montañas de pizarra. El mundo ardía alrededor nuestro, alunado, opalino, con la llama azul de un fuego frío; y, tal como hoy lo veo en mi memoria, todo estaba donde tenía que estar, la luna en el cielo más redonda que nunca, la vida tan cálida en la tierra, la noche en la piel, la juventud en las venas. He visto cosas que vosotros no creeríais; y todos esos momentos están perdiéndose en el tiempo.
Guía práctica
Situación
Los Ancares y Babia son dos comarcas montañosas del noroeste de León, en las estribaciones de la cordillera Cantábrica que lindan con Asturias y Lugo, provincias con las que comparten paisajes y modos de vida.
Cómo ir
A Babia, por la carretera C-623 desde La Magdalena o Villablino. A los Ancares, desde Ponferrada, por Vega de Espinareda, Villafranca del Bierzo o Cacabelos.
Dormir
Parador de Villafranca. (987 54 01 75). Avenida de Calvo Sotelo, s/n. Villafranca del Bierzo. Habitación doble: 82,76 euros.
Santa María (987 54 95 88). Cacabelos. La doble, 36 euros.
Centro rural Valle de Ancares (987 56 42 84). Pereda de Ancares. Habitaciones dobles por 31, 38 y 45 euros. Casa completa para seis personas, 90 euros al día.
Hostal La Cuesta (987 56 47 14). Vega de Espinareda. La habitación doble, 35 euros.
Hotel Piñera (987 56 48 01). Vega de Espinareda. 39 euros.
Días de Luna (987 59 77 67). Carretera de León a Villablino, 24. Sena de Luna. 50 euros.
Centro de turismo rural El Rincón de Babia (987 48 82 92). La Cuesta de Babia. 45 euros.
Comer
Casa Salomé (987 53 32 46). En Toreno. Donde comieron los reyes en su visita a la comarca minera. El botillo, 9 euros.
La Moncloa (987 54 61 01). Cacabelos. Botillo y especialidades bercianas. Menú degustación, 16,55 euros.
Casa Luis (987 59 41 26). Carretera de León a Villablino. Cocina casera elaborada con productos de la zona. Villafeliz de Babia. Precio medio, 15 euros; menú, 8 euros.
Información
Asociación Cuatro Valles (987 58 16 66); www.cuatrovalles.es
Turismo de Castilla y León (902 20 30 30); www.jcyl.es/turismo.
ISIDORO MERINO
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