Ni sombra de Harrison Ford
De no estar la mirada irónica de Morgan Freeman rompiendo por dentro la pantalla -aunque en un trabajo de vuelo más corto que el que cabe en las alas de este actor superdotado, que suele embarcarse en películas que le vienen pequeñas a su gran talento- no habría nada que decir de Pánico nuclear. Bastaría repetir en voz baja lo ya dicho acerca de las aventuras del agente de la CIA Jack Ryan, inventado por Tom Clancy e identificable a través de los rasgos de Harrison Ford, que ennobleció a este buen espía, personaje de laboratorio de best sellers, al volcar en él algunos de sus mejores y más refinados recursos interpretativos.
Quiere -o quizas lo hace sin querer, empujado por la lógica de la producción- Ben Affleck cobijarse bajo la sombra de Ford, pero no mide bien sus fuerzas y esa vigorosa sombra oscurece su trabajo. Un cotejo con el Ryan de Ford deja al suyo reducido a un reflejo sin alma, hecho de memoria. El Ryan de Ford es de carácter apacible, un espía a su pesar que ama la vida hogareña, pero que, detrás de su sillón de despacho, esconde un nido de secreta violencia. Harrison Ford borda con finura e ironía esa violencia, que hace emerger gradualmente, que luego lleva a lo huracanado y que desata del todo sólo cuando la trama en que sin quererlo se ve envuelto Ryan le hace sentirse atrapado y no ve otra forma de escapar del embrollo que a tortazos.
PÁNICO NUCLEAR
Dirección: Phil Alden Robinson. Guión: Paul Attanasio y Daniel Pyne (sobre la novelña de Tom Clancy). Intérpretes: Ben Affleck, Morgan Freeman, James Cromwell, Alan Bates. EE UU, 2002. Género: thriller. Duración: 115 minutos.
Chatarra
El agente Ryan de Ben Affleck adopta el esquema gradual trazado magistralmente por Ford en Peligro inminente, pero su adopción le conduce a una copia mecánica, muy pobre, y el eje de Pánico nuclear se hace endeble y su personaje pierde la capacidad de choque y de arrastre que otras veces acompañó a los trepidantes thrillers políticos -todos, como éste, cargados de un intrincado entramado detectivesco dentro de un veloz paseo de la cámara por pasillos oscuros, trastiendas secretas y nudos corredizos del poder en Washington- de este pajarraco de la CIA, destinado por Tom Clancy a meterse entre las patas de los cerdos y otros bichos políticos a quienes sirve, para en tan sucio escenario liarse a mamporros quijotescos a diestro y, sobre todo, a siniestro.
El esquema se reproduce con variantes en Pánico nuclear, que tiene muchos sustos y recovecos argumentales. La película entretiene, pero, salvo gestos como el último de Morgan Freeman, que tiene pinta de inolvidable, pasa sin dejar huella. Y aumenta la chatarra del lúgubre almacén o, más exactamente, vertedero, de necias y reaccionarias patrioterías en que -tras el infierno del 11-S y en pleno auge de sus peor que infernales consecuencias y prolongaciones- alimentan la delirante nueva guerra fría en que Hollywood, a la orden de quienes mandan en Bush, se empeña en meter con embudo en la mirada de sus clientelas.
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