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Columna
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Elvis también quería una pistola

Dices mañana hace veinticinco años que murió Elvis Presley y parece una frase mal hecha, con ese caos de mañana y murió, una frase en la que los tiempos no ajustan, pero que es posible porque la muerte está por encima de la gramática y la sintaxis, la muerte es capaz, en la mayoría de los casos, de demolerlo todo, de unir el futuro y el pasado o convertir las cosas justo en lo contrario de lo que siempre fueron: como esas ciudades anegadas que tras la inundación pasan de ser parte de la tierra a ser parte del mundo submarino, ciudades con calles de arena, torres en donde crecen espesos bosques de coral y casas por cuyas ventanas entran y salen los peces.

La muerte es capaz de demolerlo casi todo, no todo. Por ejemplo, la muerte no ha sido capaz de matar a Elvis Presley. Lo intentó, pero no pudo, y hoy que ya han pasado veinticinco años desde que las drogas, los vampiros y los miserables que lo rodeaban lo llevaron a la tumba, sólo hace falta poner, una vez más otra vez, un disco suyo para ver lo vivo que está. Tan vivo y todopoderoso que ni siquiera tiene que molestarse en resucitar, como aún esperan algunos. ¿Para qué, si cada día canta un poco mejor? Elvis está enterrado en una tumba del jardín de Graceland, pero eso no significa que esté muerto, sino sólo en otra parte.

Hay otra gente que sí está muerta, completamente muerta, personas que, de hecho, se han muerto para siempre, como diría Federico García Lorca. ¿Ven? Más de lo mismo, qué frase tan incorrecta y tan bella, con ese se ha muerto que tacharía con un lápiz rojo cualquier profesor: la gente muere, no se muere, dicen las reglas de nuestro idioma. Pero no es verdad. Al infierno el idioma. La gente muere, se muere o la mueren, eso lo sabe cualquiera. Galdós murió de esa enfermedad espantosa e irreversible que llaman muerte natural. Larra se murió a sí mismo de un tiro. A Lorca lo murieron en Granada. Elvis se murió y lo murieron, mitad y mitad. Qué mundo éste donde cada vez hay menos muertos y más moridos o muertados; tantos, que ya verán como, tarde o temprano, esas palabras terminarán por estar en el diccionario, estarán ahí tranquilamente, al lado de cuchara, rosa o tijeras, quizás emparentadas por la semántica con bomba, ejército, puñal, mafia, bandera.

En España, sin ir más lejos, el año pasado fueron moridas casi mil doscientas personas, más o menos la mitad de las que fueron aniquiladas en las Torres Gemelas de Nueva York; qué bárbaro, da miedo pensarlo, 1193 seres humanos cuya vida fue detenida por un cuchillo, una soga o una pistola. ¿No da miedo esa cifra? 1193, parece el número de bajas de una guerra.

No hay muertos mejores y peores, aunque algunos creen que sí; de hecho, ni siquiera se puede estar muy seguro de que los muertos sean de alguna parte, que tengan raza, religión o país, más bien son nada más que muertos, muertos y basta. A pesar de todo, y para los amantes de las estadísticas, digamos que de esos 1193 muertos, 96 cayeron en Madrid. Si llevamos todos esos cadáveres al territorio de la política, podemos asegurar que los muertos son proporcionales a la incompetencia y a las mentiras. Los políticos tienen la obligación de detener las balas, ponerse entre los cuchillos y el corazón, y eso es lo que dicen que van a hacer cuando están en campaña: ¿Cuántas veces ha prometido el Gobierno, y han vuelto a prometer los regidores autonómicos y municipales, que solucionarían el asunto de la delincuencia? ¿Cuántas veces han jurado sobre diez biblias que desarticularían las redes del crimen organizado, que incrementarían los efectivos de los cuerpos de seguridad para combatir las mafias, que crearían una policía de barrio que vigilara de cerca el mal? No han hecho nada de eso, lo único que han hecho es intentar enterrar a los muertos, quitarlos de la vista y, en último caso, decir que sí, son muchos muertos, pero menos que los de otros países del mismo ámbito, en el mismo año, etcétera...

El otro día, un hombre colombiano mató a tiros a un policía y ahora se ha descubierto que su pistola había liquidado a otras tres personas. La policía de Madrid tardó tres o cuatro muertos en encontrar esa pistola. Elvis también quería tener una pistola y fue a ver al presidente de los Estados Unidos para que le nombraran agente de la CIA. Su primera oferta fue la de espiar a los Beatles. No le dejaron, claro. 25 años después de su muerte, Elvis aún está vivo. A los otros 1193 muertos, les han muerto para siempre. Qué raro, cómo se juntan las historias.

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