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Reportaje:LA POSGUERRA EN AFGANISTÁN / 2

EL ESPÍRITU DE MALALAI

Liberadas del régimen talibán, las afganas se debaten entre el peso de una tradición que las confina al hogar y la rebeldía que encarna Malalai, su Agustina de Aragón. Del lugar que las mujeres ocupen en la sociedad depende más que de ningún otro aspecto el tipo de país en que va a convertirse Afganistán.

Ángeles Espinosa

A su edad, las afganas somos ya viejas', me confiesa Shiringul. Y eso que me he quitado un par de años por respeto. Ella ha cumplido pocos más que yo y parece mi madre. '¿En su país también prefieren tener niños que niñas?', pregunta mientras me mira desde unos ojos tristísimos que contradicen su amplia sonrisa. Shiringul ha tenido siete hijas. Una desgracia en una sociedad en la que los varones deciden hasta el nombre de sus mujeres cuando se casan. 'Sí, en mi tiempo era así, pero mi marido no me lo cambió porque le gustaba Shiringul; ahora ya no se hace', concede. Sus palabras reflejan unos valores patriarcales y atávicos que los talibanes llevaron a su paroxismo encerrando a las mujeres en casa, por ley .

Roya: 'He decidido que ya no compro otro 'burka'; cuando éste se rompa, saldré a cara descubierta'
Latifa Mirad: 'Nos hemos quitado el 'burka', pero seguimos teniendo muchos problemas'

'Eran una panda de salvajes incultos', les describe esta mujer religiosa y tolerante. Ella no recibió en su día una educación completa, pero todas sus hijas han estudiado y, durante el régimen de los seminaristas, tuvieron profesores particulares. Shiringul, que como la mayoría de las mujeres de su generación siempre llevó el burka para salir a la calle y nunca cuestionó su subordinación al marido, ha seguido casando a sus hijas como a ella la casaron sus padres: sin consultarles. Y sin embargo, su fortaleza y empuje al frente de la familia (el padre se ha refugiado en la jardinería desde que la guerra le dejara sin trabajo) les han dado un modelo lejos de la sumisión y la complacencia que podía esperarse.

Su hija Roya ha heredado el espíritu de Malalai, la heroína que encarna la tradición de desafío de las afganas. Esta Agustina de Aragón afgana retó a su marido a morir combatiendo frente los ingleses en la segunda guerra angloafgana a finales del siglo XIX. Roya, una miniaturista vocacional que ha vuelto a sus estudios de pintura en la universidad, reta a los funcionarios inoperantes, a los vendedores listillos del bazar y a cualquiera que intente arrinconarla, desde debajo de su burka agujereado. 'He decidido que ya no voy a comprarme otro; cuando éste se acabe, saldré a la calle a cara descubierta', anuncia decidida. Y es que en su ciudad, Herat, las autoridades locales no propician el cambio. 'Ni siquiera hay una presentadora en la televisión', se queja Roya, 'estamos peor que en Kandahar'.

Como ocurría en la etapa talibán, allí donde las costumbres son más relajadas se imponen con más fuerza leyes restrictivas. En Kandahar, la cuna de los seminaristas islámicos, las ONG tienen dificultades para reclutar personal femenino. En la vecina provincia de Helmand, ni lo intentan. Durante mi visita a Lashkar Gah, su capital, varios hombres quedan impresionados por el dominio del darí de la traductora que me acompaña. Farida les explica que es originaria de Herat. '¡Ah!', asienten y, cambiando al pastu, el otro idioma oficial, que asumen que ella desconoce, comentan entre ellos: 'Fíjate a qué grado de perversión han llegado las mujeres de Herat'. La perversión consiste en que Fariba no utiliza el burka y viaja cubierta a la iraní, con un tupido guardapolvo de color verde oliva hasta los pies y un pañuelo en la cabeza.

Con el desalojo de los talibanes, las afganas han podido volver a la escuela, al trabajo y a la calle sin escolta masculina. Sin embargo, los avances que se exhiben en Kabul llegan muy atemperados al resto de Afganistán. Y es que el punto de partida era también diferente en provincias. En realidad, la ola liberal que se vivió en la capital a principios de los años sesenta nunca llegó muy lejos. Apenas un 10% de los afganos son capaces de leer y escribir en las zonas rurales, y ese porcentaje se reduce significativamente en el caso de las mujeres. 'Eso es lo verdaderamente grave y no el burka en el que tanto se fijan ustedes las occidentales', me espeta Zubaida.

Zubaida no es precisamente una mujer resignada. Casada y con cuatro hijos (tres niños y una niña), fue una de las dos únicas mujeres que siguieron trabajando en Kandahar durante el régimen talibán. Y Kandahar era el feudo de esa milicia de extremistas islámicos. 'Me encargaba de las áreas rurales remotas para el PMA [el Programa Mundial de Alimentos, de la ONU]', rememora como si hiciera un siglo de eso. Su atrevimiento le valió varias amenazas a su marido (que la acompañaba como chófer) y ser confinada un mes en casa en el año 2000 tras la denuncia de un compañero de oficina. Ahora se ocupa del reparto de comida a los refugiados y no tiene que esconderse.

En cuanto abandonamos Kandahar, Zubaida se quita el burka y lo sustituye por un simple pañuelo de cabeza negro. En la ciudad la conocen y teme por su familia. Esa misma presión social, difícilmente perceptible por una extranjera, le impide enviar a su hija a la escuela. 'He contratado una profesora para que le enseñe en casa porque de momento no confío en la situación como para enviarla al colegio', explica ante mi sorpresa. Por eso intenta que ahora la destinen a Kabul, una ciudad grande donde no la conozcan tanto y pueda pasar más inadvertida, una ciudad donde pueda mandar a su hija a la escuela y quitarse el burka sin llamar la atención.

No es un caso aislado en Kandahar, donde resulta difícil ver a niñas de uniforme yendo o volviendo de clase. Sólo un 9% de las pequeñas en edad escolar están matriculadas en las provincias del Sur (frente al 45% en Kabul). 'Si mis hermanas fueran a la escuela, los vecinos nos llamarían de todo', admite Qadratullah, un joven relativamente instruido que se declara a favor de que las mujeres estudien. 'Es mejor para ellas', asegura. Pero el peso de la tradición se impone. 'Las personas educadas envían a sus hijas a la escuela, pero yo vengo de un medio sin mucha educación', justifica. Así que Qadratullah, que logró completar el bachillerato y aprender un inglés más que decente, ha optado por enseñar a sus hermanas en casa.

'Es una decisión de cada familia', defiende Naquibullah, el segundo hombre más poderoso de Kandahar después del gobernador Gul Aghá Shirzai. El clérigo Naquibullah, que renunció a luchar por la ciudad para evitar un nuevo baño de sangre tras la expulsión de los talibanes, controla el aparato militar a través de sus comandantes. 'Hay muchas maestras y muchas niñas que van a la escuela; como en la época del rey, vuelve a haber libertad para ello. Ahora bien, si no quieren ir, no es un problema', asegura convencido de que la educación es, como la guerra, una elección.

En Kabul nadie se atreve a defender que ir al colegio sea optativo, pero falta una acción más decidida en ese sentido. El tira y afloja que el presidente Hamid Karzai mantiene con los gobernadores provinciales, verdaderos amos y señores en sus respectivas áreas de influencia, eclipsa este asunto. Y sin embargo, el estatuto de la mujer revela como ningún otro asunto el tipo de país que los afganos quieren tener. En el trasfondo se halla también el debate sobre el papel del islam en el Estado porque es la religión el argumento que utilizan los más reaccionarios para limitar su emancipación.

'El islam no da a la mujer el derecho de ser presidente', se apresuró a proclamar Abdul Rahman Qarizada, uno de los delegados a la Loya Jirga (Gran Asamblea) del pasado junio, cuando Masuda Jalal se atrevió a competir con Karzai por la jefatura del Estado. En la calle, su intento no provocó aspavientos y muchos aplaudieron su valentía aún conscientes de sus escasas posibilidades. Masuda no proponía ninguna revolución en su programa. Al contrario, siempre cubierta, insistía en el islam y sus valores. Pero su mera candidatura puso de relieve las diferencias e incluso contradicciones entre lo que los afganos entienden por islam.

'No he fracasado, he ganado. No me he convertido en presidente, pero si en un símbolo para las mujeres afganas', respondió satisfecha a quienes, como Qarizada, se alegraban de que no resultara elegida. 'Las mujeres deben poder hacer todo en Afganistán, no sólo quedarse en casa', defiende Masuda mientras sopesa si va a cambiar su empleo en una agencia de la ONU por la política. 'Tiene que haber mujeres en todos los ámbitos de la sociedad, trabajando codo con codo con los hombres, en el marco de la cultura islámica', admite por su parte el nuevo presidente, atrapado entre su voluntad modernizadora y su conocimiento del conservadurismo que impera en el país.

Tal como evidenció la Loya Jirga, un pequeño pero activo grupo de mujeres desea un Estado laico que no imponga el velo o leyes patriarcales, pero muchas otras se muestran a favor de un régimen religioso y aseguran que es más efectivo luchar por los derechos de la mujer en el marco islámico. En ese foro, las islamistas, a las que apoyan los ex muyahidín que controlan el actual Gobierno, obtuvieron la delantera. Las activistas laicas o musulmanas moderadas fueron descalificadas con una sola palabra: comunistas, todo un insulto en un país que culpa de su fracaso a la antigua Unión Soviética.

Muchos afganos han olvidado que el espíritu de Malalai es anterior a la influencia soviética. Un siglo después de que aquella heroína hiciera justicia a la valentía de las afganas, fueron una vez más las mujeres las que plantaron cara al invasor. Las revueltas estudiantiles contra los soviéticos partieron en gran medida de las escuelas femeninas. Las chicas lanzaban sus velos a los soldados afganos, a los que acusaban de falta de hombría por su apoyo al ocupante. Treinta de los 50 estudiantes que cayeron bajo las balas en abril de 1980 eran chicas. Varios cientos fueron encarceladas por su rebeldía.

Pero Malalai y las manifestantes antisoviéticas se movilizaron en defensa de su país, no reivindicaban nada para ellas. Tal como recuerda la antropóloga Nancy H. Duprée, 'las mujeres afganas han recibido sus derechos. No han luchado por su causa (...) Un Gobierno y un Parlamento dominado por hombres aprobaron la Constitución que les garantizaba esos derechos. Una sociedad dominada por hombres se los arrebató después'. Ahora tienen una oportunidad de recuperarlos. Y han empezado a hacerlo volviendo a los trabajos de los que les expulsaron los talibanes y dejando oír su voz en la Loya Jirga.

De forma muy significativa, la primera escultura que se está esculpiendo en Afganistán tras el cambio de régimen se titula Mujer afgana. 'Constituye un símbolo de los problemas que tuvimos durante el régimen anterior', explica Mohamed Adlam Farhad, director del proyecto y decano de la Facultad de Bellas Artes, antes de recordar que con los enturbantados no estaban permitidas ni la escultura ni la pintura figurativas. 'Sólo paisajes y caligrafía islámica', precisa.

'Trabajábamos de forma secreta en casa', confiesa Latifa Mirad, una de las profesoras del centro, ante su carboncillo Madre con niño. También es un símbolo, pero de las dificultades actuales. 'Nos hemos quitado el burka, pero seguimos teniendo muchos problemas', constata Mirad. 'No hay guarderías y las madres con hijos pequeños, como yo, tenemos que hacer un gran esfuerzo para mantener el interés en nuestros trabajos'. Esta profesora, que enseñó pintura durante 14 años antes de que los talibanes la confinaran en el hogar, lleva ahora varios meses sin cobrar su sueldo. 'Necesitamos la ayuda del Gobierno porque no podemos comprar telas y pinturas', concluye.

Pero para muchas mujeres no es una vocación. 'Nos guste o no, tenemos que trabajar [fuera del hogar]', explica Nasifa, una madre de familia viuda que desde hace seis años mantiene a sus cinco hijos gracias a su empleo en una de las panaderías patrocinadas por el PMA. 'No tengo educación, por eso no he encontrado un trabajo mejor', confiesa realista. 'Ése ha sido el gran error de este país, por eso quiero que mis hijos estudien'. 'También las niñas', precisa, 'las mujeres somos igualmente inteligentes, pero no hemos tenido oportunidades'.

En las bodas afganas, el novio ve por primera vez la cara de su prometida a través de un espejo. A partir de ahora, los afganos van a tener que acostumbrarse a mirar a sus mujeres frente a frente. Antes de despedirnos, Shiringul me confía una importante decisión que ha tomado con su marido. 'A las dos hijas que nos quedan en casa vamos a consultarles antes de casarlas. Ahora ya no hay temor de que puedan llevárselas los talibanes'. Roya, de momento, ya ha dicho no a un pretendiente que rondaba a su padre. 'Quiero acabar mis estudios', justifica.

Mujeres afganas en el bazar de Herat, donde las autoridades no favorecen el abandono del <b></b><i>burka.</i>
Mujeres afganas en el bazar de Herat, donde las autoridades no favorecen el abandono del burka.HEIKE SCHÜTZ

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Sobre la firma

Ángeles Espinosa
Analista sobre asuntos del mundo árabe e islámico. Ex corresponsal en Dubái, Teherán, Bagdad, El Cairo y Beirut. Ha escrito 'El tiempo de las mujeres', 'El Reino del Desierto' y 'Días de Guerra'. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense (Madrid) y Máster en Relaciones Internacionales por SAIS (Washington DC).

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