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RELATOS DE VERANO

La última muerte de Tirofijo

El compañero Rogelio vio que el sol empezaba a alumbrar por entre los guásimos y le pareció extraño que a esa hora no se hubiera levantado aún el Jefe. La sombra de las tórtolas brincaba en las ramas y los loros aumentaban el bullicio de sus chillidos. Eran casi las seis, y el Jefe solía asomarse a la puerta del cambuche pasadas las cinco, ya con la toalla amarilla colgando del cuello, para pedir una taza de café oscuro. Discretamente, el compañero Rogelio apartó la cortina cosida con costales y encontró que el Jefe dormía a pierna suelta. 'Es ya mayor, y estará cansado', pensó. Reacomodó el fusil en el hombro y se alejó unos pasos de la cabaña a fin de oír las noticias en su radio de transistores. A veinte metros de distancia varios compañeros prestaban guardia. Uno de ellos mordisqueaba un tallo y otro sacudía el barro de las botas apoyado contra un tronco.

El Jefe seguía en la misma posición en que lo había visto más de media hora antes. Rogelio empezó a barruntar que algo raro sucedía
La comisión se retiró con la idea de que Tirofijo ahora sí podía estar muerto, pero hubo un pacto de silencio entre la ministra, el diplomático, el doctor Infante...
Fue la primera vez que conoció lo que era esconderse, la primera vez que vio un machete de trabajo convertido en arma
Manuel Marulanda disparó con tanto acierto sobre los soldados atónitos que los muchachos del grupo lo bautizaron Tirofijo
La directora del Museo Nacional exigió a la guerrilla que entregara la toalla amarilla del difunto como prenda de 'nuestra turbulenta historia reciente'

Llevaban casi una semana en este lugar de la selva al que conocían como el Punto 14. La radio informaba sobre resultados de fútbol, y Rogelio pegó la oreja al aparato. El América había empatado con el Nacional en el estadio Atanasio Girardot de Medellín. Hizo un gesto de moderada satisfacción. No era un mal resultado. Ahora la radio daba cuenta de asaltos y siete muertos en combate entre la guerrilla y el Ejército. Había ocurrido lejos de allí, en el Frente VIII, por el piedemonte llanero. Después anunció un nuevo disco de Shakira.

Terminadas las noticias, volvió a asomarse a la puerta del cambuche. El Jefe seguía en la misma posición en que lo había visto más de media hora antes. Rogelio empezó a barruntar que algo raro sucedía. Estuvo tentado de despertarlo, pero prefirió buscar a alguno de los comandantes. Acudió adonde se hallaban sus compañeros de guardia, les recomendó que vigilaran la puerta y se marchó hasta una cabaña vecina, donde reposaban Jorge y el Gordo, miembros del secretariado. Los encontró levantados, tomando café, y les informó la novedad.

Los dos dejaron las tazas de aluminio y caminaron apresuradamente hasta la choza.

El Jefe permanecía inmóvil en el recinto semioscuro; vestía camisa blanca y pantalones verde oliva, pero, como lo hacía siempre para dormir, se había desprendido de las botas de caucho. Reposaba en un colchón de paja, sobre el piso de tierra. En una banqueta improvisada se hallaban el sombrero de llanero y la toalla amarilla. Tenía vuelta la cara hacia la techumbre, los ojos cerrados y apretada la boca.

Tan pronto como lo atisbaron desde el umbral de la enramada, los dos comandantes entendieron que las cosas se habían complicado.

-No me diga -exclamó Jorge, con más resignación que sorpresa- que volvió a morirse Tirofijo.

Tirofijo, el guerrillero más viejo del mundo, había muerto por primera vez a mediados de 1948 en Ceilán, una vereda del Quindío, cuando llegó a su casa un piquete de policías que andaba cazando liberales. Semanas antes había sido asesinado en Bogotá el líder de izquierda Jorge Eliécer Gaitán y las turbas, impulsadas en parte por venganza y en parte por hambre, habían incendiado la ciudad. El gobierno conservador entendió que era necesaria una purga de enemigos, y dio orden de empezar por los campos. En esa época Tirofijo se llamaba Pedro Antonio Marín, acababa de cumplir dieciocho años y tuvo que escapar con padres y hermanos por el rastrojo para que no los colgaran de una ceiba. Cuando saltó de último por una ventana, a fin de dar tiempo a su familia para que se escabullera entre los cafetales, un uniformado le tiró un viaje de machete al pescuezo que falló la presa por pocos centímetros y se incrustó en la madera del marco.

Fue la primera vez que conoció lo que era esconderse, la primera vez que vio un machete de trabajo convertido en arma y la primera vez que estuvo a punto de morir. De hecho, como tardara algunas horas en aparecer en el playón del río La Vieja donde se habían citado, la familia alcanzó a pensar que no había salido vivo de la casa.

En aquel tiempo la violencia se extendió por los campos de Caldas, el Tolima, el Huila y Sumapaz. Los campesinos terminaron juntándose para defenderse, y el gobierno, que había participado en la guerra de Corea con un batallón que llevaba el nombre de Colombia, consideró que podría acabar con los focos de resistencia campesina tratándolos como a coreanos. Marquetalia y El Pato fueron bombardeados. Murieron muchos. Entre ellos, por segunda vez, falleció Tirofijo.

Siguiendo instrucciones de los comandantes ('¡Poeta, se me va ya y busca al Dóctor!') Rogelio corrió por la trocha hasta la tienda donde se agrupaban los servicios sanitarios para guerrilleros heridos y enfermos, y ubicó a un hombre de gafas y barba entrecana.

-El Jefe ha vuelto a morirse, Dóctor -le dijo en voz baja.

El Dóctor agarró el maletín y salió tras él. El cambuche del Jefe estaba un par de kilómetros en medio de la manigua, y aunque la temperatura había subido hasta hacerlos sudar y el sol ya alumbraba por encima de las copas de los guásimos, Rogelio sintió frío. Tres años antes se había incorporado a la organización, después de merodear sin éxito por Cali en busca de trabajo como tipógrafo, pero aún no se acostumbraba a la vida silvestre. De noche oía aletear los chimbilás, que eran capaces, según leyenda, de sorber la sangre de un hombre dormido antes de que pudiera despertarse. Cuando caminaba temía pisar un alacrán rojo, cuya mordedura intoxica en siete minutos el corazón de la víctima, o rozar con la mano una culebra cuatronarices, de las que dicen que hunden a su presa en un sopor paralizante que se prolonga durante días. Le aseguraban que cada año muchos colonos, convertidos en momia efímera por la mordedura, eran enterrados vivos. Alguna vez vio agonizar a un compañero alcanzado por la saliva de la rana kokoi, un pequeño batracio azul cuyo escupitajo envenena irremisible y fatalmente. Asustado por el oscuro ulular de la selva nocturna, Rogelio a menudo echaba de menos las calles de la ciudad. A pesar de todo, no habría regresado nunca a ellas. El Jefe le había cogido simpatía y, por su afición a escribir versos, lo apodaba El Poeta.

Habían llegado al caney. Entre los compañeros reinaba cierta zozobra, y algunos fumaban nerviosamente, cosa que estaba prohibida a los que hacían imaginaria.

-Entre, Dóctor, que está quietico sobre el colchón -le dijo.

El Dóctor apartó los costales y entró. Los dos comandantes no habían procurado reanimar al Jefe con masajes cardiacos, pese a que, como todos los guerrilleros, recibían instrucciones periódicas de primeros auxilios. Sin embargo el Gordo había sentado el cuerpo exánime en el tendido y lo sostenía con dificultad mientras Jorge fracasaba en el intento de darle un vaso de agua.

El Dóctor le tomó el pulso y auscultó el corazón con el estetoscopio. Luego arrimó el oído a la nariz esperando escuchar algún leve resuello. Rogelio miraba todo desde la puerta.

-¿Entonces qué? -preguntó el Gordo al cabo de unos minutos.

El Dóctor hizo un gesto inquieto.

-No tiene pulso, actividad cardiaca, ni me parece que respira. No podría asegurar nada. Volvamos a acostarlo y esperemos.

-¿Será que esta vez sí se murió el Jefe? -preguntó Jorge, ahora con una sombra de preocupación.

La segunda muerte de Tirofijo había ocurrido durante aquellos bombardeos de Marquetalia. Las riberas del Atá, en las estribaciones del nevado del Tolima, se convirtieron en una pequeña Corea. Pedro Antonio Marín, hasta entonces un campesino insurgente, se incorporó de manera definitiva a un grupo armado. Cambió el azadón por el fusil, se hundió en la clandestinidad y adoptó un nuevo nombre. Escogió llamarse Manuel Marulanda Vélez, en homenaje a un combatiente popular, y el labriego Marín dejó de existir para el mundo.

Unas semanas después dirigía su primera emboscada, en la que murieron nueve reclutas. Manuel Marulanda disparó con tanto acierto sobre los soldados atónitos que los muchachos del grupo lo bautizaron Tirofijo.

-Aquí hay sapos, no lo duden -comentó iracundo el Gordo cuando los noticieros de la noche informaron que en la selva corrían rumores frescos sobre la muerte de Tirofijo.

-No sé cómo pueden hacerlo -dijo Jorge-. Los teléfonos celulares están prohibidos y el equipo de internet lo maneja gente de confianza.

-Como quiera, pero hay sapos. Infiltrados del Ejército, seguramente.

Las emisoras de Bogotá divulgaban la noticia cuando no habían pasado ni doce horas desde que Rogelio entrara al cambuche y descubriera que el Jefe no se movía, que estaba con la mirada perdida en la techumbre de palma, pero sin mirada.

Los periodistas presentaban las reacciones al rumor, que iban desde las muy escépticas -'Es un truco de la guerrilla para sembrar confusión', decía el presidente del Partido Conservador: 'cada cierto tiempo está muriendo Tirofijo'- hasta las precavidas: 'hay que ver', 'es preciso comprobar', 'no tenemos confirmación'.

Entre estas últimas estaba la del Presidente de la República, que contaba con Tirofijo para un nuevo e inminente plan de paz.

-Poeta -llamó Jorge-. Hay que hacer un comunicado. Pero no le meta verso a la vaina, ¿me entiende? Diga simplemente que una vez más la oligarquía pretende dar muerte al Comandante en Jefe, como lo hizo antes cinco veces...

-Seis -corrigió el Gordo.

-Escriba seis, pues, y diga que, como ha ocurrido antes, el Comandante resucitará de la mentira porque él es inmortal ante ella, como la revolución, y todo eso.

-¿Y si está muerto? -arriesgó Rogelio.

-¡Qué va a estar muerto, no joda! Algún bicho lo picó, la cuatronarices o un alacrán. Mírele la cara y dígame si esta es la cara de un hombre muerto. Claro que no.

Rogelio echó una rápida mirada al Jefe. Lo encontró igual a siempre. Era un rostro mestizo, macizo, malicioso y enigmático. Los párpados cerrados no permitían ver los ojos, pero, de haberlos abierto, seguramente habrían brillado con un resplandor de picardía. Decían que no reía nunca, pero Rogelio había estado presente en San José del Guaviare, cuando, en un proceso de paz ya enterrado, se despidió de los periodistas diciendo:

-Bueno, me voy, porque está oscureciendo y dicen que por aquí hay mucha guerrilla.

Rogelio no pudo menos que sonreír al recordarlo.

-¿Qué es la risa, huevón? -le increpó el Gordo-. Vaya y escriba el comunicado.

El comunicado oficial de la organización, difundido a través de internet, se titulaba 'MUERTO OTRA VEZ TIROFIJO', y hacía mofa de los rumores. 'Muy pronto -agregaba- el Comandante en Jefe aparecerá de nuevo en público para desmentir las infames especies'. La expresión 'infames especies' era una aportación de Rogelio, que la había aprendido cuando su padre, que también había sido tipógrafo, leía en voz alta a sus hijos los editoriales de la prensa liberal. El texto del comunicado repasaba las últimas muertes falsas de Tirofijo y las atribuía a la oligarquía, el Ejército y la embajada de Estados Unidos. Mencionaba, así, la noticia que circuló el 18 de marzo de 1995, cuando una cadena de radio reventó una exclusiva según la cual el comandante guerrillero había pasado a mejor vida en plena selva por una falla en el marcapasos. Era la quinta muerte.

También hacía referencia a un boletín apócrifo de los paramilitares emitido a fines del 2001 donde se aseguraba que Tirofijo había sido 'dado de baja en combate en los llanos del bajo Yarí por el Frente IX de las Autodefensas Unidas' y anunciaba que, en prueba de ello, se estudiaba entregar sus manos a una comisión de la ONU. La sexta muerte.

Como en las anteriores ocasiones, la prensa había recogido con estrépito la noticia del 2001. Los telediarios recuperaron viejas imágenes del comandante desaparecido; los diarios publicaron editoriales sobre el caudillo al que imaginaban en las entrañas de la vorágine, sepulto pero incompleto; las revistas analizaron contextos y proyecciones; el gobierno expresó que había llegado el momento de un viraje patriótico a favor de la paz; los industriales pronosticaron una nueva etapa; un novelista anunció que escribiría un libro de cuentos titulado Las muertes de Tirofijo, la directora del Museo Nacional exigió a la guerrilla que entregara la toalla amarilla del difunto como prenda de 'nuestra turbulenta historia reciente'.

Al decir turbulenta quiso decir que en los últimos años la guerrilla había dado muerte a cientos de personas (entre ellos numerosos civiles), secuestrado a más de cuatro mil ciudadanos, obtenido participación en la ventas de coca y amapola, extorsionado finqueros, atentado contra personajes nacionales y declarado 'objetivo militar' a todos los alcaldes del país.

Veinte días más tarde, Tirofijo -vivito y moviendo las manos con pleno desembarazo- concedió una entrevista para la televisión francesa, en la que exhibió con sorna recortes de prensa sobre su fallecimiento. En esa misma entrevista reveló que el día que lo 'mataron' estaba trepando monte con su gente por las cumbres de La Plata, a trescientos kilómetros del bajo Yarí. Cuando la reportera le preguntó qué era lo que más deseaba, no habló de la revolución: contestó que ver una buena película. Llevaba más de cuarenta años sin ir a cine.

La séptima muerte de Tirofijo desató el mismo furor de prensa, pero el gobierno se mostró cauteloso. De aquella mañana en que Rogelio lo encontró inmóvil habían transcurrido seis días cuando, de común acuerdo y dentro del mayor sigilo, llegó a la selva un enviado de paz oficial. Expuso al secretariado que tanto el Presidente como la embajada de Estados Unidos querían verificar si el Jefe estaba vivo o muerto. De no colaborar en ello, el gobierno se negaba a adelantar diálogo alguno y la embajada prometía bañar de glifosfato la selva entera hasta pelar la última planta de coca. 'Y ustedes saben -agregó el enviado a sus interlocutores- que los gringos no se ponen en pendejadas'.

-Concretamente, ¿qué es lo que quieren? -preguntó Jorge.

-Que permitan que un médico escogido por el Gobierno y la embajada examine el cuerpo del señor Marulanda Vélez.

Los altos mandos pidieron unas horas para decidir. Consultaron con el Dóctor, que se hallaba perplejo, pues si bien el cuerpo permanecía incorrupto, circunstancia insólita en semejantes calores tropicales, no ofrecía la menor reacción vital. Dos médicos más y un dentista procedentes de frentes guerrilleros vecinos habían acudido a aconsejar al Dóctor y su situación era la misma: se debatían entre la evidencia clínica y la fuerza de la leyenda.

-A lo mejor es bueno que lo vea un especialista extranjero -dijeron al final.

El compañero Rogelio oía radio la mañana en que llegaron al cambuche del Jefe, siempre de manera clandestina, la ministra de Relaciones Exteriores, un agregado de la embajada de Estados Unidos, el enviado de paz y un médico de Washington. Descendieron en helicóptero en una rastrojera de Las Delicias y anduvieron dos horas en mula por la manigua guiados por guerrilleros antes de aparecer en el Punto 14. Había diluviado y los visitantes estaban de barro hasta la camisa.

El médico se llamaba Rooselvet Infante, y era cubano-norteamericano. El Gordo quiso indignarse por lo que consideró una ofensa de los gringos, pero lo calmó Jorge.

-Dejalo, que si el tipo sabe, nos importa un carajo de dónde viene.

Infante examinó al Jefe ante la vista del nutrido grupo y con la asistencia del Dóctor. Practicó reiteradas pruebas, aplicó al pecho aparatos electromagnéticos y lo auscultó con equipos que los médicos guerrilleros no habían visto nunca. Al cabo de cuarenta minutos se quitó el fonendoscopio y dijo con acento entre caribe y anglosajón:

-Este caballero parece vivo. Pero está muerto.

-¿Cómo va a estar muerto si se mantiene intacto? -opinó el Dóctor-. Puede ser la picadura de un bicho, una catalepsia, algo así.

-Yo creo más bien que se trata de un caso de incorrupción. En determinadas circunstancias climáticas, ciertos organismos se resisten a deteriorarse aunque estén muertos. Ha ocurrido, por ejemplo, con algunos santos, cuyos cuerpos no se destruyen con el tiempo.

La ministra de Relaciones Exteriores, que era muy católica, no resistió más:

-¿'Santo'? ¡Por Dios, doctor Infante, no diga bobadas! ¿Cómo puede llamar santo a este hombre que se ha aburrido de pecar?

La comisión se retiró con la idea de que Tirofijo ahora sí podía estar muerto, pero hubo un pacto de silencio entre la ministra, el diplomático, el enviado de paz y el doctor Infante. Era mejor esperar, no fueran a equivocarse de nuevo.

Cuando se alejaron, dejando al Jefe completo pero insepulto, el Gordo se derrumbó.

-Aquí sí que nos ganaron de largo, oiga. Acabamos en manos de un agente del Departamento de Estado.

Jorge, en cambio, estaba radiante.

-No entendés nada, mano -le dijo al Gordo-. Si un médico gusano mandado por los gringos dice que está muerto, es porque el hombre vive, ahora sí estoy convencido. Lo que sufre es alguna de esas vainas que dice el Dóctor.

A partir de ese momento, ocho meses hace, el Dóctor duerme y come en el mismo cambuche al pie del Jefe. Tiene órdenes de no separarse de él, para asistirlo tan pronto como termine la última muerte de Tirofijo.

Afuera, el compañero Rogelio, un poco inquieto, ve llover sobre los guásimos y percibe el aleteo mojado de los loros. Todas las mañanas oye las noticias de radio. Anoche América volvió a empatar como visitante, pero esta vez contra Deportes Tolima en el estadio de Ibagué. Tampoco lo consideró un mal resultado.

Daniel Samper Pizano

Nació en Bogotá en 1945. Es periodista desde los 19 años, cuando entró a trabajar en 'El Tiempo', periódico al cual sigue vinculado. Ha sido editor, columnista, autor de más de 25 libros, guionista de televisión y cine, y profesor universitario. Es abogado, 'master' en periodismo por la Universidad de Kansas y Nieman Fellow de la Universidad de Harvard. Tiene premios de periodismo de Colombia, América y España, entre ellos el Maria Moors Cabot, de la Universidad de Columbia, y el Premio Rey de España. Desde 1986 reside en Madrid.

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