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FIGURAS CON PAISAJES
Columna
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Dénia grecolatina: Tono Fornés

Tono Fornés abordó por sorpresa la isla de los lectores de poesía una noche de octubre de 1986, en la que un desconocido ganó el premio Estellés de 3i4, que era, y es, el más prestigioso de la poesía en catalán al sur del Senia. Cuando, al cabo de unos meses, se publicó el libro, todo se entendió. Fornés es, sin duda, un poeta de muy marcada individualidad pero también incorporaba un arquetipo necesario, con su ironía corsaria, su devoción por Ferrater, sus versos como un golpe de mano, precisos, deslumbrantes, y la inesperada amplitud de horizontes de su carta de navegación. Fornés es un poeta vitalista y marinero, un sarcástico celebrador de la vida tal como es, voluble, puta, mezquina, a veces bella hasta lo insoportable, a veces rebozada en el tedio o frita en el acíbar de los recuerdos agrios. La vida, como el mar, de la lealtad sólo sabe exigirla. Fornés se la da toda. Contra la célebre cita, sostiene que vivir es tan necesario como navegar, puesto que las dos cosas no son sino una y la misma. Sus versos proclaman esa identidad. Y leer eso también nos hacía falta.

Tono Fornés vive en Dénia, cerca del mar, con sus artes de pesca, sus ánforas, sus libros, sus buenos amigos y su barca, que responde al nombre de H. Humbert, en homenaje a una de las figuras más memorables que creó el talento de Vladimir Nabokov. Cabe decir que sus poemas son, en muy buena parte, celebraciones de la mirada, y es que en Dénia hay mucho que mirar: nínfulas, bares, restos romanos y árabes, paseos, barcos y barcas, y el mar siempre delante. Las calles que rodean el puerto viejo están entre las más acogedoras de esta parte del Mediterráneo. Pasearlas es un placer que a los devotos de Josep Pla les recordará, sin duda, otros pueblos de mar, de célebre encanto. Dénia es un lugar en donde un hedonista observador puede vivir feliz.

Los versos de Tono Fornés están llenos de gratitud por esa felicidad y la transmiten. Ya en el primer poema de su, por ahora, último libro, Periscopi, nos encontramos con un paseo entre los restos del muelle romano, una vindicación, irónicamente kavafiana, del legado grecolatino de la ciudad, apenas conservado en un humilde trozo de barro -terra sigilata- y en esa mitología que el poeta convoca para que la compartamos: mujeres como columnas, cariátides o hexámetros, raíces de naranjos que ahondan el remoto recuerdo de un jardín de las hespérides para la exportación. Sí, sin duda, alguno de los barcos que fondeaban en el puerto de Dianium habría entrevisto el esplendor de Alejandría. Dénia formó -forma- parte del mundo que Fornés ama, unido por el mar y la literatura.

Dentro del libro hallaremos muchas más celebraciones: campanarios, terrazas, el puerto viejo -con su temblor de aguas borrachas-, el lomo de cetáceo fósil del Montgó o el cementerio de los ingleses, ahora un jardín romántico diminuto y amable, con tumbas derruidas y orquideas fantasiosas. Pero el poema celebratorio que prefiero es el que dedica al mercado de Dénia, bullicioso de color y agitación, exuberante en las serranías fractales de los huevos, los yertos sorells pusilánimes, las galeras prehistóricas, como alucinaciones antediluvianas, los aromas fundidos de la ciudad y la rara luz del pueblo viejo -y soberano- que compra y grita y vende, y ríe, fastuoso. Aquí, donde hasta el trabajo es una fiesta de los sentidos, está la ciudad en la que vive Tono Fornés. La que él contempla y la que nos enseña a ver con sus palabras.

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