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Columna
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Statu quo (2)

Manuel Rivas

Aquel año fue grande la cosecha de miedo. Y de asco.

El verano del 2002 nos dejó el recuerdo de dos verdades muertas en Santa Pola. La verdad, escribió Jules Renard, es de pequeñas dimensiones. Una de esas verdades era así, muy pequeña. Una niña de la que sabemos que se llamaba Silvia y que estaba bailando ante sus familiares cuando estalló la bomba. En estos casos, los responsables del horror, pertenecientes a una organización separatista vasca, solían hablar, en lenguaje militar, de 'daños colaterales'. Y sus afines políticos relacionaban lo ocurrido con 'un conflicto que dura siglos'. Así, como en un cuento cruel, la pequeña verdad era víctima no de un acto personal, protagonizado por seres conscientes, sino de una abstracción, ogro o madrasta, con el apodo de Historia, necesitada de sacrificios humanos en espectaculares, que es como llaman en México DF a las vallas publicitarias. Y la pequeña verdad, frágil y bailarina, no perdía la existencia en un día concreto de aquel año 2002, sino en un tiempo brumoso, donde campaban como espectros gerifaltes de antaño.

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Statu quo (4)

Ese nacionalismo gore sólo podía suscitar un dilema auténtico: humanidad o inhumanidad. Si el conflicto era secular, ¿no era esa misma perduración una razón de más para abandonar las bestialidades? ¡Eso sí que sería una revolución! Decirle a los siglos: '¡Están ustedes lentejos! ¡Qué peso insoportable!'. (Aunque los siglos podrían responderles: '¡Déjennos en paz, huevones!'). Renard habla del señor Vernet que, después de muchos años, dejó de pescar el día en que miró por vez primera a los ojos del pez mientras le extraía el anzuelo.

No, en aquel verano del 2002 las cosas no estaban para bromas. La mudez era, en casos, un signo de miedo, pero, en otros, de odio, cuya producción aumentaba mientras se reducía el valor de las acciones. En cuanto al Gobierno, ahora es fácil decirlo, a mí no me gustaba el estilo imperante. Cuando cerraba la maleta, el presidente recortaba las mangas y las perneras que no entraban. Utilizar la palabra diálogo se consideraba una impertinencia. O algo peor.

Algunos lo fuimos, impertinentes, pero no peores, y preguntamos por qué el presidente del Gobierno español y el lehendakari vasco no dialogaban. No ya para hablar de su verdad, sino al menos de las pequeñas verdades.

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