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FIGURAS CON PAISAJES
Columna
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Xodos: Vicent Alonso i Anna Montero

Partiendo de Castellón, una excursión que uno siempre querría repetir es la que nos lleva hacia el Penyagolosa. La tierra del norte valenciano tiene una belleza seca, agreste y quieta que invita a la contemplación morosa y al ensimismamiento, como si el paisaje fuera una puerta de acceso a nuestra interior, pero también nos recuerda que vivir aquí ha tenido que ser duro. Es hermosa esta tierra, pero no es indulgente. Sus inviernos son fríos y sus caminos asendereados entre sierras ásperas, secanos pobres y páramos pedregosos. La despoblación ha convertido buena parte de este país en un desierto de bancales rotos y de casas vacías.

En los alrededores del Penyagolosa, los montes se cubren de encinares que alegran la mirada. Todo es más habitable. No muy lejos se alza sobre una peña el pueblo de Xodos, pequeño y vigilante, rodeado de pastos y campos de enebros y sabinas. Viniendo de Castellón, el lugar se avista desde lejos. Surge así, de repente, estirado al sol sobre la roca que lo protege, como un gran lagarto rústico de tejados ocres. Parece una visión que hubiera convocado un conjuro secreto. Al oeste, la mole del Marinet señorea el paisaje. Sus atardeceres son suntuosos.

Castellón es rica en pueblos y ciudades de altivez adusta y fascinante. Nada más verlo, comprendemos que Xodos es uno de los más hermosos. Xodos es diminuto: un pueblo de pocas calles tortuosas, escaleras y placetas reducidas. Torres y restos de murallas nos hablan de tiempos más difíciles. El éxodo de la tierra interior lo ha afectado también. En las cortas tardes de invierno podría pasar por un pueblo abandonado. Ahora, en cambio, algunos de sus antiguos habitantes vuelven a pasar el verano, buscando el fresco y la tranquilidad. Pero la belleza del lugar ha atraído también a otros pobladores. Una parte de la intelectualidad valenciana tiene su segunda casa en las angostas calles de Xodos: Joan Francesc Mira, Gustau Muñoz, Francesc Calafat, Miracle Garrido, etc. Con ellos, las tertulias de la sobremesa se enriquecen de datos y matices.

Entre estos nuevos vecinos se cuentan Vicent Alonso y Anna Montero, los dos poetas, profesores y buenos amigos de quien esto escribe. Cordiales y discretos. Aquí compraron una casa y la restauran poco a poco. Su poesía tiene algo del silencio interior y el sentido remansado del tiempo de esta tierra. Es poesía en voz baja, reticente e intensa. Quizá más sensitiva y sigilosa la de Anna, abstraída en su diálogo íntimo, como un huerto cerrado; más abrupta y meditativa la de Vicent. Son versos que nos hablan de caminos y encuentros, de las cosas no dichas, del tiempo y de la muerte, 'como un río inmóvil en su lecho de sombras' cuya agua secreta remueve nuestra alma.

Además de poeta introspectivo, Vicent es también un incansable agitador de la cultura, promotor de revistas, de jornadas y debates literarios. Sólo su absoluta falta de ostentación puede ocultar, en parte, lo mucho que la literatura valenciana le debe. Quizá por eso, tras de tanta actividad que nos regala, deba encontrarse a sí mismo en esta tierra ancha, seca y majestuosa, en este tiempo lento. Aquí podemos encontrarlos: pasean en silencio, escuchan las historias que la gente les cuenta, ecos de un universo que alguna vez tuvo una laboriosa plenitud y que ya sólo existe en la memoria. Sienten como se desmenuza un mundo en esas voces. Comprenden, a veces escriben, asisten a la gloria de los atardeceres.

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