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Columna
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Duelo en la fiesta

Ciudad de cieno, ciudad de alambre y de muerte (oda de poeta a poeta). Vino de pescar en el río y se lo llevaron. Laguardia. En la noche cayó cruelmente asesinado y fue arrojado al Ebro. Nicolás Santa María, 33 años, 6 de agosto de 1936. El año 2000 fue asesinado Fernando Buesa, diputado general como Teodoro Olarte, asesinado en 1936. González de Zárate, también Teodoro, asesinado en 1937, fue homenajeado el 5 de agosto de 2001. 2002, 4 de agosto: asesinados en Santa Pola, Alicante, Silvia (6 años) y Cecilio. Un minuto de silencio en la recepción oficial del Ayuntamiento, suspendida por luto. La ciudad sufre cada año como una condena el olor a sangre y suciedad de esa bestia asquerosa y amenazante cuya pezuña quiere patear nuestro rostro y su ponzoña anegarlo todo. Atraviesa la muerte con herrumbrosas lanzas (elegía de poeta a poeta).

Sin embargo, las calles -como la Blanca el 4, la plaza, a pesar del morbo de las televisiones- no se dejan amordazar ni embrollar (¿chupinazo alter... ¡qué¡?). ¿Fiesta? Fiesta, sí. Pero la fiesta no es amnesia: es la apoteosis de la colectividad lúcida. Vitoria tiene un centro complicado, mal articulado (casco antiguo aún sin recuperar; ensanche de provincia sin redimensionar,...) Desterrar el ferrocarril, es lo que ahora toca (y que el Artium y la Catedral Vieja cumplan con su labor). Sólo la piqueta y la excavadora (y una imaginación vitalista y proyectiva) darán coherencia a un centro urbano digno de una ciudad de doscientos y pico mil. Centro urbano y espacio festivo. En él se comerán los peces que Nicolás trajo del río, con guisantes, patatas, pimienta en polvo, laurel, vino tinto, ron, ajo y pimentón rojo, bien de aceite y agua. O conejo con manteca de cerdo, cebolla, ajo y laurel, espárragos y arvejillas. Día de pucheros y restaurante, día de familia y jaleo casero, de encuentro y rito colectivo, de pelota o toros. Día Grande.

Centro a rebosar comparsas, txistularis, bandas y espontáneos. Animación, cafeterías y tascas llenas. Pinchos, ruedas y crianzas. Rabas y rabos atados. Jolgorio en las calles de Vitoria. (Cada vez más vitorianos saben que lo son.) Gargantúa, estatuas bajadas de su pedestal charlando animadamente, cuartetos de cuerda o de viento, y guitarras emulando a Bob (porque nadie se atreve con Eric o Jimmy). Clarinetistas y payasos. Y la Banda Municipal animando la glorieta de la Florida.

Es el centro de la feria y de la ciudad. Zaramaga, Arana, San Martín, Oreitiasolo, Lakua y la nueva Lakua se pierden en la lejanía. Y bien está. En las tierras en que las grúas parecían caballos varados antes de la batalla, en que la excavadora arremetía contra el campo y éste golpeaba con viento y lluvia, en la ciudad nueva, librada ya la batalla, van progresivamente asentándose habitantes ajenos, residentes tranquilos. Bares, hoteles y peluquerías, panaderías, supermercados y cines ocupan bajos, ayer escombreras.

Hoy la fiesta se serena, como se remansa el río al llegar al valle. Pero nadie, nadie; no duerme nadie. No hay olvido ni sueño.

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