Música para la supervivencia
El pasado 27 de mayo, nos desayunábamos con la noticia de que El pianista, un film de Roman Polanski, había sido galardonada la noche anterior con la Palma de Oro del festival de Cannes. Por una casualidad feliz, este anuncio me encontró leyendo la novela de Wladislaw Szpilman en que se basó Polanski. El volumen se llama escuetamente Pianista en polaco y la versión al catalán que yo devoraba estaba hecha con esmero desde el inglés por el traductor Josep Marco. Su título: El pianista del gueto de Varsòvia (Empúries). La coincidencia me alegró el día, y mucho más cuando leí unas declaraciones del director premiado en las que afirmaba que él mismo, nacido en Francia en 1933 pero criado en Polonia, sobrevivió al bombardeo de Varsovia y al gueto de Cracovia, 'y deseaba recrear los recuerdos de mi infancia pero sin llegar a involucrarme personalmente'. Esa distancia emocional, que siempre deberíamos exigir a todo creador, es la misma que mantiene Szpilman -con más mérito si cabe- a lo largo de su relato. Se trata de un patrón muy conocido: el superviviente que nos narra las penalidades propias y ajenas desde que es internado en este caso en el gueto judío de Varsovia hasta la liberación. Es un relato contado cientos de veces, con otras firmas, con otros rostros, con otras ciudades, con otros alientos. ¿Por qué, sin embargo, no podemos dejar de escucharlo? ¿Y qué tiene este, precisamente, de particular?
A la primera pregunta debe responderse cada uno, si es que se encuentra concernido. Hacia la segunda, en cambio, se encamina este artículo.
Hace unos años, Maria Àngels Anglada publicó un relato corto, El violí d'Auschwitz (1994), en el que pensé maquinalmente mientras leía las desventuras de Szpilman. La ficción de Anglada recreaba un personaje perfectamente verosímil: Daniel, un luthier judío de Cracovia que sobrevive en el infierno construyendo un violín para el comandante del campo. Ya se sabe que la música juega un papel especial en el universo del lager. Una de las fotos más impresionantes del legado de Francesc Boix -a quien me referí el otro día en este espacio- es esa en que un prisionero que ha intentado escapar -queda constancia de su nombre: Hans Bonarewitz- desfila ante sus compañeros precedido de una pequeña y grotesca orquesta. La música, que despedía a los trabajadores al alba y los recibía al final de la jornada, acompañaba todas las macabras ceremonias represivas de los nazis, que disfrutaban también extendiendo un suave tapiz wagneriano en la semiconsciencia de los presos a través de la megafonía. Todos los problemas que tienen en la actualidad dignos profesionales como Daniel Baremboin para reintroducir con normalidad a Wagner en Israel proceden de ese hecho absolutamente imborrable. Wagner, por supuesto, no es culpable, pero quienes lo instrumentalizaron -nunca mejor dicho- jamás pasarán por inocentes.
En las páginas de Szpilman hay una constante: la interpretación del mundo y también de su cataclismo a partir de la música. En el epílogo de Wolf Biermann, este nos cuenta como Szpilman, después de todo lo que pasó, y tras retomar una brillante carrera internacional de pianista, le confesaba un día: 'De joven, estudié música dos años en Berlín. No puedo entender a los alemanes, sencillamente..., ¡tenían tantas dotes musicales!'. Lo que el hombre del piano no entendió es que la música, que ayuda a sobrellevar la condición de humanos, ha servido y puede perfectamente volver a servir como acompañante doloso de la barbarie.
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