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Crónica:Ciencia recreativa / 5 | GENTE
Crónica
Texto informativo con interpretación

ALGO MÁS FEO QUE LA VERDAD

Javier Sampedro

Stephen Ambrose era hasta 1994 un respetado y oscuro historiador de corte académico. En ese año publicó Día D, una mirada peculiar al desembarco de Normandía que puede considerarse el germen de la cinta de Spielberg Salvar al soldado Ryan. El libro funcionó tan bien que el autor montó una empresa familiar llamada Ambrose & Ambrose Inc y empezó a publicar éxitos de ventas con una regularidad tan pasmosa que acabó por suscitar las sospechas de otros historiadores. El 5 de enero pasado, Ambrose reconoció que, al escribir su último bombazo, The wild blue, había tomado dos o tres frases prestadas de su colega Thomas Childers, y que, por desgracia, había olvidado poner las comillas. Sólo seis días después, un sabueso literario de The New York Times encontró otros cinco préstamos similares en el mismo libro. Y sólo cinco días después, el gabinete de comunicación de la Universidad de Massachusetts emitió la siguiente nota a los medios:

'Experto disponible para discutir el caso caliente de Stephen Ambrose. ¿Es un mero descuido o un profundo desprecio hacia la verdad lo que conduce a transgresiones como la del historiador Stephen Ambrose? Según el psicólogo de esta universidad Robert Feldman, un experto en las mentiras de la vida diaria, el engaño se tolera cada vez más en la sociedad norteamericana contemporánea, y hasta las personas mejor intencionadas pueden sentirse poco interesadas en mantener la honradez escrupulosamente'.

No se sabe cuántos expertos puede haber en 'las mentiras de la vida diaria', pero el mencionado Robert Feldman es, sin duda, uno de los más destacados, y acaba de publicar en el Journal of Basic and Applied Social Psicology (número de junio) el curioso trabajo que se resume a continuación.

Feldman y su equipo enrolaron a 242 estudiantes desconocidos entre sí, los repartieron en grupos de a dos y les pidieron que entablaran una conversación de 10 minutos: una simple toma de contacto. Grabaron en vídeo las conversaciones y después le pusieron la cinta a cada estudiante por separado, pidiendo a cada uno que reconociera si había dicho alguna mentira durante el encuentro. Los resultados fueron espectaculares. Primera sorpresa: nada menos que el 60% de los estudiantes había mentido al menos una vez durante la conversación de 10 minutos. Segunda sorpresa: la mayor parte de los mentirosos descubrieron sus propias mentiras al ver el vídeo y se mostraron sinceramente asombrados ante sus patentes excesos imaginativos, de los que no parecían haber sido plenamente conscientes durante la conversación. Y tercera sorpresa: en general, las chicas mentían para que su contertulio se sintiera mejor, mientras que los chicos lo hacían para dejarse a sí mismos en buen lugar. En fin, que si 'la belleza es verdad, y la verdad, belleza', como creía Keats, no hay sitio en el mundo para tanta fealdad. Vistos estos resultados, resulta inquietante la creciente solvencia que están alcanzando las técnicas que permiten ver el cerebro en acción, como la 'resonancia magnética funcional'. Consisten en inyectar una sustancia marcadora en la sangre de un voluntario y pedirle a éste que ejecute alguna tarea mental. Las zonas del cerebro que se activan captan más sangre (y más sustancia marcadora) y pueden verse iluminadas con la ayuda de un escáner especial. Daniel Langleben, de la Universidad de Pensilvania, ha utilizado esta técnica en el siguiente experimento, presentado en noviembre pasado en el congreso de la Sociedad de Neurociencias de Estados Unidos.

Langleben dio a cada voluntario una carta de la baraja (la sota de bastos, digamos) y les pidió que, cuando el ordenador les preguntara si tenían esa carta, lo negaran (pulsando un botón). Luego los metió en el escáner. El ordenador les iba mostrando distintas cartas y ellos pulsaban el botón para decir que no las tenían (lo que era verdad). Cuando el ordenador les enseñó la sota de bastos, los voluntarios pulsaron el mismo botón. Pero esta vez estaban mintiendo, y en su cerebro se iluminaron tres zonas muy concretas: los sustratos neuronales de la mentira.

Llevará décadas saber qué hacen exactamente esas zonas cerebrales y cómo se conectan con otras redes de neuronas relacionadas con la voluntad, el miedo o el deseo de agradar. Pero quizá no haya que esperar tanto para que alguien invente una terminal portátil de resonancia magnética. ¿Qué pasará entonces con los escritores que olvidan las comillas, con los expertos en las mentiras de la vida diaria, con las parejas de desconocidos y con la frase de Keats?

ENRIQUE FLORES

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