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Crónica:ATLAS LITERARIO DE ESPAÑA
Crónica
Texto informativo con interpretación

UN VOLCÁN DISTANTE

Desde lejos, rodeado de tierras de jable y malpaís, o navegando en un mar de nubes, el Teide tiene un halo sobrenatural que no consiguen captar las cámaras de los turistas. Una colosal atalaya desde la que se puede ver el mundo entero

Le parece recordar que la primera vez que lo vio, el Teide navegaba en un mar de nubes. O quizá desde aquellas tierras de jable y malpaís sólo viera entonces el final de las montañas de Tenerife por su lado sur, tan pardo y sobrio como los eriales que le rodeaban, sin nubes ni navegaciones, acabando en un pico altísimo. Lo que tiene claro es que lo vio desde un médano, en la orilla más parda de su isla, desatendiendo a su juego infantil con los lagartos que entraban y salían de las aulagas y los balos. Hizo caso al reclamo de su abuelo, que le señalaba la montaña más alta. Para el niño ya sobraba misterio con la altura, y con preguntar al abuelo sobre lo difícil que sería llegar a aquel distante dominio le bastaba al precoz indagador de lejanías.

Todas las islas, como si del mundo entero se tratara, rodeaban al coloso
En Tenerife, años 50, todo estaba lejos: hasta aquella orilla del sur donde se encontraban

Porque todo en Tenerife, años cincuenta, estaba lejos: hasta aquella orilla, donde él y su abuelo se encontraban, había venido desde la ciudad, sorteando curvas durante más de seis horas, primero en una guagua renqueante, y después sobre los tablones de un camión, para llegar al fin a la tierra sureña y desolada de los suyos, donde el habla era otra, y otra la luz, y otro el modo de ver el mundo. El abuelo le dijo que desde aquel pico, el del Teide, se podía ver el mundo entero. Y él le preguntó, como si no acabara de creérselo, quizá porque estaba seguro de tener más cerca Europa, si también se podía ver el África. Y el abuelo que, a pesar de los años, entre su ignorancia y su inocencia, no sabía más geografía que el muchacho, o que la cambiaba a su gusto por complacer al nieto o por viajar en el sueño a su manera, le respondió que incluso África. Pero al decir incluso le daba una entonación de infinita lejanía a la palabra. Y la isla se le ampliaba al pequeño con la curiosidad, y cuanto más lejos se presentaba una cumbre, más seguro estaba de que allí, lejos de acabar algo, empezaba el mundo. Tal vez por eso ha preferido siempre seguir viendo el Teide desde lejos, y antes de que reconociera en él la majestad que hizo que los guanches lo tuvieran por montaña sagrada, más temible que benéfica, reconoció en su altura la libre atalaya desde la que se ve lo que no se ve: la mítica isla de San Borondon, que aparece y desaparece y que algunos aseguran haber visto, o ese real pájaro celeste, que esconde su belleza con recato de pinzón azul y viene del cercano Portillo a sorprender la mirada distraída del que se sabe habitante del extraño paraíso de Las Cañadas, llamado lunar por raro, y que para el niño era el espacio donde la isla se resarcía de lo que le faltaba.

El viejo, renovando con parsimonia el tabaco de su cachimba, dándole fuego y viendo salir de ella el humo, le preguntó si no veía un humo igual que aquel saliendo por el mismo Teide, y conociendo al niño, como si de uno mismo se tratara, es fácil creer que le dijera que sí, que lo veía, aunque el cielo límpido que rodeaba la corona del Teide no se viera alterado por rastro alguno de fuego. 'Miedo te tengo', recuerda ahora que le decía el viejo. Miedo le tenía a que le preguntara para qué sirve un volcán, y que tuviera que inventarse, por ejemplo, que la tierra necesita alguna vez aliarse con el fuego para no quedarse quieta.

Lo cierto es que el niño no tuvo miedo de lo que pudiera pasarle si el Teide se sulfuraba, que, por lo que le dijo el abuelo, cualquier día podía darles un disgusto, sino que por el contrario estableció una complicidad secreta con aquella montaña viva de la que siempre esperó un desastre. Con el tiempo dejó de esperarlo y, aunque la sabía encendida por dentro, se abstuvo de consultar sobre posibles erupciones y se fue enganchando al atractivo de su belleza y de su misterio.

Así que cuando volvió a la ciudad, al colegio, contó a sus compañeros que había visto el Teide desde el Sur, y los que lo habían visto desde el Norte, más cercano, lo tomaban por mentiroso. También les había dicho que su abuelo tenía un camello, y era verdad, pero los chicos, que tenían constancia de la propensión del niño a inventarse lo que fuera, tampoco quisieron creerle. En esas circunstancias resultaba difícil contarles, además, que el abuelo lo subía al camello y que cuando se ponían a andar hacia arriba lo engañaba diciéndole que iban al Teide, aunque siempre se quedaran más abajo, y ni a Vilaflor llegaran, con lo cual volvía con rabia y desengañado, pero al cabo contento de que el Teide siguiera siendo tan inalcanzable como el mundo.

Eso lo piensa ahora, pero no cuando el abuelo le contó lo que había oído a su padre y a su abuelo: que Dios y el demonio se habían repartido el mundo, y que el diablo se había quedado con la cumbre y Dios con las medianías y la costa, y que el diablo estaba arriba con perros malditos, y Dios abajo con cabras de buena leche y haciendo de pastor. Entonces le dijo al abuelo que si así era por qué se quejaba, si Dios las había preferido, de aquellas tierras suyas y de sus cabras.

No está seguro de que le contestara, pero sí de que el cuento del viejo le avivó el miedo y las ganas de llegar por fin al Teide, y que fueron a más las ganas y el miedo cuando no tardando mucho llegó a leer que, para los guanches, dentro del volcán habitaba un ser demoniaco y temible que llamaban Guayota.

Y eso sí lo creyeron los niños del colegio, porque lo vieron en los libros, pero cuando se lo contó al abuelo, lo que le dijo el viejo es que aviado iba si daba por buenas todas las mentiras que contaban los libros. Lo extraño es que los mismos niños que admitían lo de Guayota se resistían a aceptar que su abuelo subiera en camello a aquellas cumbres del Teide y bajara con el animal cargado de retama.

Tampoco ahora, al recordarlo, sabe si se lo está inventando, sobre todo si se pregunta para qué servía la retama que bajaba. Le dicen los que saben que la retama sirve para curar dolencias y enfermedades, y el niño nunca vio a su abuelo en esos trajines. Menos mal que también le dicen que sirve para leña: si eso es verdad, no tendrá que culpar a la memoria de traición. Pero de las veces que vio el Teide con su abuelo, nunca lo vio con nieve, de modo que cuando un día de enero lo descubrió cubierto de blanco, manso y grandioso, como arrancándose de la isla para escaparse, o posándose sobre la Orotava, rotundo y liviano a un tiempo, y le dijo a su abuelo, allá en el Sur, que el Teide le gustaba más con nieve, le respondió el viejo que cuando estaba blanco él ni lo miraba, que la nieve era peninsular, y que el Teide nevado no era el mismo, sino una montaña dormida y distante.

Ya para entonces iba dejando de ser niño, y la nieve, extranjera y exótica, otro misterio que añadir a la fascinación del Teide. Se acercó a la montaña, subió al refugio en el que hizo noche y, al amanecer, desde el pico, recordó a su abuelo: todas las islas, como si del mundo entero se tratara, rodeaban en la hermosa claridad del día a este coloso, desde cuya cima cálida no se sabía bien si era uno Dios con la mirada o la mejor idea de Dios aquel espacio. Pero en el Teide, o en torno a él, todo es y no es y, como en la memoria, lo que no ocultan a veces las nubes lo secuestra o lo atrae una luz inesperada para enseñarlo cuando menos te lo esperas: el color de un tajinaste o el de un pájaro perdido que buscas entre los milagros de piedra que el fuego dejó en las Cañadas del Teide.

Por eso sigue buscando el niño en las noches de luna la silueta del volcán recortada en la magia del aire; lo ve aún, desde el avión, más alto que las nubes; y desde La Gomera, donde dicen que los tinerfeños lo tienen y los gomeros lo disfrutan, comprueba una vez más que una cosa es mirar al mundo desde el Teide y otra distinta ver el Teide desde el mundo. Y que para verlo bien se necesita esa distancia desde la que se percibe el halo sobrenatural que la montaña tiene y que no consigue captar la cámara del turista.

Al niño, reencontrado ahora con su abuelo en la memoria, le gustaría poder decirle al viejo que ha decidido que cuando muera y sea incinerado depositen sus cenizas en aquella caldera, con Guayota, pero no sabe si, por lo que pueda pasar, será mejor que las esparzan por donde al resucitar pueda gozar de lejos de la enigmática mirada del Teide.

El Teide, la montaña más alta del territorio español (3.718 metros), desde Las Cañadas.
El Teide, la montaña más alta del territorio español (3.718 metros), desde Las Cañadas.ROBERTO ANGUITA

Guía práctica

- Datos básicos Altura del Teide: 3.718 metros. Visitantes: 3,6 millones en 2001. - Cómo ir En agosto, Iberia (902 400 500; www.iberia.com), Air Europa (902 401 501; www.aireuropa.com) y Spanair (902 131 415; www.spanair.es) vuelan a Tenerife desde 241 euros, ida y vuelta. En las agencias de viaje se encuentran combinados de vuelo y hotel. Con Halcón, por ejemplo, avión y cinco noches desde 269 euros. - Comer El Coto de Antonio (922 272 105). General Goded, 13. Santa Cruz. Especialidades canarias. Precio medio, 36 euros. Ainara (922 277 660). La Luna, 8. Santa Cruz. Unos 30 euros. - Información turística 922 239 500 y www.webtenerife.com. ISIDORO MERINO

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