Cine eterno
En 1989, José Luis Guerín se adentró, cargado de ideas y con un equipo de filmación mínimo, en los ámbitos rurales de la Irlanda donde John Ford filmó en 1951 El hombre tranquilo. El cineasta barcelonés comenzó así el primer tramo del vuelo de su apasionante aventura poética en los territorios del realismo más libre y despojado, poema que se prolongó luego en Tren de sombras y En construcción. Pero antes de éstas, en aquella Irlanda, buscó las huellas de Ford, abrió los ojos donde él los abrió y extrajo Innisfree, obra maestra arrancada del milagro de El hombre tranquilo.
Dice ante la cámara de Guerín un hombre (todavía joven, de alrededor de 40 años) de uno de aquellos lugares: 'Nací unos meses después del rodaje de El hombre tranquilo, pero heredé de mis padres y de mis vecinos sus imágenes y mis hijos las heredarán de mí'. Es imposible mejorar este relato de cómo brota y se configura un mito. De ahí que la legendaria película de Ford, una cumbre del cine, arrastre una doble leyenda. Por un lado, la forjada por su incalculable (y universalmente reconocida) aportación al arte de este tiempo y, por otro, la engendrada (y desvelada por Guerín en Innisfree) por su filmación en las zonas de Irlanda donde ocurrió.
INNISFREE
Dirección y guión: José Luis Guerín. Fotografía: G. Gormenzano, J. Sorni. Intérpretes: Padraig O'Feeney, Bartley O'Feeney, Annalivia Ryan, Anne Slattery y los habitantes de Cunga S. Feichin (Irlanda). Género: filme documental. España, 1990. Duración: 110 minutos.
Guerín nos hace vivir un delicado viaje al fondo de la memoria. El hombre tranquilo se hace portador, si se rememora tras haber visto Innisfree, de ecos remotos, de resonancias desconocidas, porque algo leve, escurridizo e intangible de aquella obra de Ford permanece pegado a la piel de las aldeas donde se hizo y a las presencias de las gentes, ya muertas, que la vieron día a día hacerse. La cámara, serena y sedienta, de Guerín ilumina esa memoria y absorbe esos rostros, paisajes, rincones, músicas, piedras sobre las que se posó la seda de la mirada de la cámara de Ford y, con una luminosa conjunción, o ensamblaje, de trozos de realidad viva y trozos de realidad soñada, crea paso a paso, plano a plano, rima visual tras rima visual, la exacta unidad de un poema, un recio y bellísimo poema, en el que se mueven y conjugan cuestiones mayores de la vida de la gente.
No cabe añadir a este reencuentro con Innisfree algo que no estuviera dicho o sugerido en algún destello de la lozanía del primer encuentro con ella, hace una docena de años que han devastado al cine pero han respetado a esta joya artesanal, que permanece viva, haciéndose a sí misma, creciendo. Porque sigue intacta, y sigue por tanto inédita, esta frágil y exquisita forma de vivir el cine desde dentro, que preludia los vuelos de sus dos prolongaciones en Tren de sombras y En construcción, que con ella componen el más hermoso y severo esfuerzo de invención de realidades emprendido por el cine reciente.
Guerín es un cineasta dotado de refinado instinto para asociar imágenes y en Innisfree construye tiempos, compone paisajes, esculpe armonías, hace rimar fotogramas con fotogramas. Y a su rara capacidad para asociar imágenes e inventar realidades se adosa el tacto del gran montador, del encadenador ingénito de imágenes. El resultado es un tejido cinematográfico primorosamente trenzado y distinto a cualquier otro. Y vuelvo a las palabras del primer encuentro con el poema: el canto de Guerín al hogar de Ford es más que cine sobre cine, es un desvelamiento de lo que hay bajo las sombras del paso del tiempo, sombras hechas paisaje, relieve mineral, en los lugares donde hace medio siglo se hizo El hombre tranquilo, un filme eterno que sigue haciéndose en Innisfree.
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