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Reportaje:LAS VÍCTIMAS DE ORIENTE PRÓXIMO / 2

JERUSALÉN, LA CIUDAD DEL MIEDO

Dos años de Intifada han sido suficientes para dejar desierto el centro de Jerusalén. El miedo se palpa en cualquier lugar: calles solitarias, comercios clausurados, hoteles vacíos, escaparates destartalados, pero, sobre todo, el pánico se hace más evidente en las puertas de los restaurantes, permanentemente custodiados por guardas de seguridad. Han cerrado este año 85 restaurantes, arrastrando al paro a miles de personas y a la bancarrota a la mayoría de sus propietarios.

Gionatan Ottolenghi, de 50 años, oriundo de Milán, acaba de celebrar el 25º aniversario de su llegada a Israel con una dolorosa decisión: cerrar el restaurante que abrió hace tres años en la calle de Amalot, cerca de la plaza de Safra, a medio camino entre el Ayuntamiento y la ciudad vieja, en el mismo borde de la línea verde que separa Jerusalén Este del Oeste. En otro tiempo fue un punto neurálgico por donde pasaban millares de turistas, pero ahora está considerado como un lugar peligroso por el que se deslizan imperceptibles los comandos suicidas cuando se dirigen hacia el núcleo comercial y administrativo de la ciudad. La mayoría de las bombas que han estallado en Jerusalén en los últimos tiempos se han oído desde las mesas del gran salón de este restaurante.

La metralleta Uzi se ha convertido en un instrumento imprescindible de supervivencia social
Unos 3.000 euros mensuales paga un restaurador por un servicio de seguridad permanente

La revuelta palestina ha convertido la situación de Gionatan en insostenible. Primero perdió a sus clientes, al mismo ritmo que los turistas se iban volatilizando. Luego tuvo que despedir a sus ocho empleados, para quedarse solo, sin más ayuda que la de su esposa, Miriam. Las circunstancias le obligaron incluso a mantener cerrada la puerta del restaurante. Sólo la abría cuando sonaba el timbre y después de haber escudriñado con detención a través de la mirilla a los candidatos a comensales. Las pérdidas se hicieron insoportables y empezó a perder las esperanzas.

El otro día, Gionatan Ottolenghi, después de pensárselo mucho, colgó de la puerta de su trattoria el cartel de 'cerrado'. Luego, abrazado a su mujer, caminó lentamente calle arriba, por Yafo, para perderse por una ciudad desierta. Como si se tratara de un homenaje, pasaron ante cada uno de los escenarios trágicos de los últimos atentados palestinos. Ahora le ha tocado a él.

El bote salvavidas de su naufragio es un pequeño restaurante que abrió hace 17 años, en el que se ha atrincherado con su mujer y en el que se ha condenado a hacer de todo al mismo tiempo con tal de ahorrarse un sueldo: cocinero, camarero, limpiador, barman, cajero, decorador, albañil, carpintero y guardián de seguridad, sin olvidar su papel estelar de animador y conversador incansable, capaz de soltar un chiste o entonar, con muy buena voz, un aria de La Traviata. Siempre con la sonrisa en los labios y la pistola metida entre el cinturón y los calzoncillos, bajo los faldones de la camisa.

'No me lamento. Otros han tenido peor suerte que yo. A mí me queda este refugio. Muchos de los restaurantes que han cerrado en Jerusalén han dejado en la ruina a sus propietarios: han perdido incluso sus casas, que habían ofrecido a los bancos como garantía de sus negocios', explica Gionatan, mientras trata de sobrevivir. Es un hombre curtido por las adversidades, un veterano de las Intifadas. La revuelta palestina anterior le obligó 10 años atrás a cerrar otro restaurante con que se había iniciado en el negocio de la hostelería; estaba frente a la estación del tren de Jerusalén.

Ahora regenta su último establecimiento a pecho descubierto. El Ayuntamiento no le obliga aún, como lo ha hecho el de Haifa, a tener permanentemente un guardián jurado y armado en la puerta. Pero, aunque le obligaran, no se muestra muy dispuesto a pagar los 12.500 shekels mensuales -unos 3.000 euros- que cuesta en estos días mantener un servicio de seguridad permanente. Se resiste a perder la mitad de sus ingresos por el alquiler de un hombre armado. Tampoco quiere cobrar a sus clientes ese 'impuesto del miedo' de dos shekels con que los restauradores han empezado a penalizar a cada uno de sus comensales y que sirve para pagar su protección.

Gionatan Ottolenghi es un superviviente anónimo, como esos otros dos centenares de hosteleros que días atrás se reunieron con el alcalde de Jerusalén, Ehud Olmert, en una asamblea tumultuosa en el Ayuntamiento. Le exigieron la reducción de las tasas municipales y que tramitara ayudas del Estado. Nadie quiere acabar en la indigencia. Los gritos de los pequeños restauradores de la ciudad, exponiendo sus aparentes miserias domésticas, quedaron ahogados por el estruendo de una bomba que destrozó la cafetería Moment; un comando palestino, rubio y de ojos azules, se había suicidado con una carga explosiva, provocando 11 muertos y 72 heridos.

Danit y Uri estaban ultimando los detalles de su boda; Orit trabajaba como secretaria en el Ministerio de Asuntos Exteriores; Eli estaba preparando una carta al primer ministro Ariel Sharon criticando su política; Limor había superado ya la resaca después de haber celebrado sus 27 años; Livnat se preparaba para reanudar su carrera en la hostelería tras una larga enfermedad; Teli se estrenaba como responsable del equipo de camareros... Murieron todos. Igual que otros cinco clientes. La explosión de la bomba, además, levantó por la fuerza a Yoram Cohen, el propietario de la barra donde se encontraba aquella noche sentado y le llevó volando hacia el vacío. Cayó dolorido a medio camino entre el salón y la cocina.

'No se podía ver nada. Sólo humo. Un olor intenso. Muy fuerte. Los gritos. El caos. Teníamos clara conciencia de lo que había pasado; de hecho sabíamos que podía pasar en cualquier instante. Normalmente, cuando ocurre una tragedia de este tipo hay un largo silencio. Pero aquí la gente sabía lo que había sido. Por eso empezó a gritar', recuerda Yoram Cohen, de 34 años, propietario del local, hijo de una familia humilde de origen marroquí, propietario de tres establecimientos más. Pero ninguno como Moment.

Moment era la catedral del Jerusalén laico. Un lugar inusual en esta ciudad donde casi todos los locales tienen connotaciones religiosas. Pero sobre todo era un punto de permanente encuentro. En su barra a lo largo del día se relevaban más de 500 clientes. Un establecimiento que se transfiguraba con el paso de las horas: croissants calientes y música clásica para almorzar, café y ensaladas rápidas para el mediodía, casino y conversación en torno a un café por la tarde, para acabar dando paso a la noche en la que los canapés y las copas se mezclaban con chicas en minifalda y camisetas por encima del ombligo.

El día en que estalló el hombre-bomba en el café Moment, el corazón de Jerusalén dejó de latir por un instante. Todos llamaron a todos, con la conciencia clara de haber salvado su vida. Cualquiera hubiera podido estar aquella noche allí. El estallido fue un punto de inflexión en la vida de Israel. Desde entonces ya nada fue igual, incluso en materia de seguridad. La onda expansiva alcanzó también la vida nocturna de Tel Aviv, de Haifa o de Eilat. Heineken Camelot, el centro israelí del jazz mundial, en Herzilía, multiplicó por tres los controles de la entrada, mientras en el minúsculo escenario un rockero local, Izhar Ashdot, cantaba aquello de 'por qué no hacer el amor en vez de la guerra' en medio del delirio de un público fiel, que hacía años había pasado ya la adolescencia.

La cafetería Moment ha sido reconstruida en un tiempo récord, en poco menos de tres meses, gracias al impulso y al coraje personal de su propietario, Yoram Cohen, y a las generosas subvenciones del Gobierno de Ariel Sharon, que tiene su residencia justo en la acera de enfrente, en la misma calle, a poco menos de 30 metros. La tragedia de este Israel atormentado ha reconciliado al comerciante y al primer ministro y los han fusionado en un abrazo.

'Yo era muy de izquierdas. Pero he cambiado. Como todos. He pegado un giro hacia la derecha. Antes del atentado estaba contra Sharon, incluso había dicho que si ganaba las elecciones me iba fuera de este país. Ahora pienso que Sharon tiene que hacer más. Mucho más. Hace falta una guerra para acabar con esto. Nos están masacrando. No estoy en contra de un Estado palestino. Conozco sus problemas y sé que viven en la mierda. Pero hay que hacer algo, incluso una guerra para acabar con esto. Es muy triste que los israelíes como yo hayamos cambiado así', se lamenta Yoram Cohen, con el rabillo del ojo permanentemente puesto en una única puerta.

En la entrada del nuevo Moment hay una placa discreta en la que se recuerda de manera lacónica el día y la hora del atentado, el nombre de los muertos y la fecha de su reapertura como testimonio de la 'continuidad de la vida social en Jerusalén'. Dos hombres, vestidos permanentemente de negro, empleados de una agencia privada de seguridad, custodian esta placa y el acceso del establecimiento, mientras acarician su Uzi, esa pequeña, sofisticada y elegante metralleta de fabricación israelí, tan en boga en el Jerusalén de hoy, convertida en complemento imprescindible para la supervivencia social de la ciudad.

'Tomar una taza de café en Moment sería para mí como hacerlo en medio de un cementerio', dicen los antiguos clientes de esta cafetería que desertaron de su viejo y querido local. No es el único caso. La cafetería Sagal, la cervecería Trio, la pizzería Huck, punto de encuentro tradicional en el corazón peatonal de Jerusalén, han cerrado de golpe, como si se hubieran confabulado para dejar el centro de la ciudad vacío. El triángulo de la muerte -Yafo, Ben Yehuda y King George-, donde en menos de doce meses han explotado cerca de una decena de bombas, es ahora un auténtico camposanto. Sólo quedan secuelas de atentados.

Los comercios supervivientes tratan de animar a los escasos turistas con generosos descuentos, al tiempo que les ofrecen por menos de 10 shekels (un euro y medio) diplomas oficiosos de coraje y de valentía, redactados en inglés e impresos al dorso de una camiseta blanca de algodón: 'He estado en Jerusalén y he sobrevivido a la Intifada'. 'Gracias por ayudarnos a superar la crisis', reza otro cartel situado en el escaparate de una joyería. Pero, sobre todo en este verano, pegados en los cristales de las tiendas, se pueden ver los dibujos y las cartas de niños de Estados Unidos que, azuzados por una campaña sionista que lleva como título Israel en mi corazón, no cesan de hacer llover sobre la ciudad mensajes de solidaridad. Los 'estamos con vosotros' se disputan el espacio a los 'no os dejéis vencer por el terrorismo'. Pero ni siquiera estas cartas, tan llenas de casitas de colores y corazones rojos, son capaces de frenar la oleada de miedo que se ha adueñado de Jerusalén.

Tampoco parece tener éxito Ehud Olmert, uno de los más ambiciosos barones del partido nacionalista Likud, convertido desde hace nueve años en alcalde de la ciudad. El otro día, mientras trataba de poner en orden sus papeles, que se encontraban esparcidos encima de la mesa de su despacho, preparaba el borrador de una conferencia, con la que pretendía resumir sus experiencias políticas en este tiempo de incertidumbre. Mantener el orden en Jerusalén en tiempo de terror y desorden era el título sugerente de una charla que, como todos sus discursos, quedó convertida en una proclama a favor de la unidad de Jerusalén, bajo la bandera blanquiazul israelí.

Olmert no es un recién llegado a la política; lo hizo 30 años atrás, cuando apenas había cumplido los 28 y fue elegido diputado en el Parlamento israelí, para convertirse después en ministro de Sanidad y más tarde en alcalde de la primera ciudad de Israel. Culminaba así una brillante carrera profesional, que había iniciado como abogado, tras haber pasado por las aulas de la Universidad Hebrea, donde se licenció al mismo tiempo en Derecho, Psicología y Filosofía. Pero todo este bagaje político e intelectual parece hoy ser insuficiente para reconducir la situación de su ciudad y darle confianza.

'Todo está bajo control', clama incesantemente desde el Ayuntamiento la primera autoridad municipal, en su proclama demagógica dirigida al mundo y con la que trata de animar a los turistas para que regresen a Jerusalén. Pero los discursos brillantes del alcalde Olmert son incapaces de esconder una triste realidad. Las cifras ilustran el desastre en el que se encuentran sumidos Jerusalén e Israel: 300.000 parados antes de fin de año, el 12% de la población activa, y un 10% de inflación, cifras récord en la historia de un país donde el índice más preocupante es, sin embargo, el del miedo y la desesperanza.

Un guardia de seguridad revisa con un detector de metales a un cliente antes de entrar en el café Moment.
Un guardia de seguridad revisa con un detector de metales a un cliente antes de entrar en el café Moment.ARIEL JEROZOLIMSKI

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