_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Con tutú

Si no es habitual encontrarse con un caracol en medio de la habitación, tampoco lo es hacerlo con una bailarina que acaba de llamar a tu puerta. Pero allí estaba ella, con su casquete de plumas de cisne, su malla, su tutú, sus zapatillas: puro blancor. Hasta Baltasar, mi canario, tan dado a los alardes canoros en cuanto se huele una visita, enmudeció. Al verla, en ningún momento pensé que pudiera ser una original vendedora de enciclopedias o una adaptación a los nuevos tiempos de la patinadora de Martini. No, la verdad es que no pensé nada, me hubiera sido imposible, y simplemente la dejé pasar. Y pasó, patita de cisne para aquí, patita de cisne para allá, como si fuera un invento del abogado Coppelius, y Baltasar no fue insensible a sus cumplidos, pues cuando ella exclamó, ¡uy, qué canario tan mono!, se puso a cantar como un loco.

Y bien, le dije, deseará usted algo, ¿acaso está realizando para el ayuntamiento un censo de los canarios de la ciudad? Por mi parte no tenía inconveniente en exhibirle el pedigrí de mi tiránico plumífero, pero ella sonrió y respondió que no, que sencillamente estaba en el paro. Homeless, añadió. La miré sorprendido, no sin cierta alarma al pensar si no estaría convirtiendo mi casa en un pasadizo del metro que no tenemos en San Sebastián, así que le sugerí que igual se había confundido de ciudad. Me respondió que no, que la víspera había estado con el alcalde Elorza para proponerle un 'carril bailongo' que podría paliar su dramática situación, pero que se había topado con el problema de siempre. ¿No le suena a usted, añadió, que un filósofo dijera algo así como que el lenguaje es la casa del ser? Pues eso, yo me he quedado sin casa.

Fascinado por la sabiduría que rezumaban aquellas puntillas, le pedí que me explicara mejor aquello. Muy simple, me dijo, me echaron de la compañía de ballet por no saber euskera, y me quedé sin trabajo, en la calle y sin casa. Homeless, repitió. Consideré que con la jerga que hablaba lo mismo la podían haber echado del trabajo por no saber castellano, aunque me sorprendió que para ser bailarina fuera un requisito conocer alguna lengua y no se pudiera ser bailarina y muda.

Todo ocurrió, me explicó, mientras ensayaban el nuevo ballet Aitor, o los infortunios de la virtud. En un determinado momento ella tenía que soltar un irrintzi, y éste siempre le salía en polaco, a pesar de que ella era checa. Le pregunté si el irrintzi lo soltaba mientras le violaban a Aitor, como se colegía de una obra que debía de estar inspirada en el marqués de Sade. Lanzó un ¡uy! aporético y me contestó que allí lo único que se violaba era la soberanía, que era como una nube que aparecía en escena mientras sonaban todas las flautas, muy como a Los diez mandamientos. Que después aparecía como una procesión de gente que llevaba ramitos de perejil y que debían de ser los violadores, aunque ella creía que lo del perejil era para que abortara la nube. Pero que no había aborto, sino que entonces salía ella de la nube, bajando unas escaleras, y detrás bajaban bailando todos los santos inocentes y al final el primer bailarín, que era la soberanía, y sólo hacía el pas de basque, escalón tras escalón, lo cual tenía sus bemoles. Mientras tanto, los del perejil huían y se volvían todos negros.

Le comenté que el ballet parecía interesante y que el descenso au pas de basque debía de ser apoteósico. Ella no estuvo de acuerdo, todo le parecía un horror y sentenció que en el descenso au pas de basque el bailarín le recordaba un moscardón queriendo remontar el vuelo sin conseguirlo, y que menuda soberanía. Pero que, horror o maravilla, la cuestión era que ella se había quedado sin trabajo y sin casa y que por eso acudía a mí. Le habían dicho que yo pertenecía a la ONG homeless de la cultura y venía a ver si podía rascar algo. Le aclaré que la ONG se ocupaba de todos los que aún no habían accedido a la casa del ser, que eran muchos, y que había poco que rascar. Diccionarios, le dije, sólo nos dan de subvención diccionarios. Fue su salvación. La pueden ver en la Consti con su puestito de diccionarios, con Baltasar que silba el Gernikako arbola mientras ella baila vestida de mora para atraer a los inmigrantes. Eso sí, la casa del ser la encontró en mi casa. Aquí la tengo.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_